jueves, 15 de febrero de 2007

LA PASION POR LA TINTA

Por: Miguel Godos Curay

Escribir sobre uno mismo es como ese intento ufano de la contemplación del ombligo. El periodismo es un oficio irrepetible, un tarea inquietadora e inquietante que no se agota nunca y que requiere una sobredosis de pasión para vivir la cotidiana existencia. En apariencia los periodistas parecen anárquicos en el fondo no lo son. Tienen su propio estilo de trabajo una voracidad insaciable por la lectura y una irreductible capacidad de emoción y de rabia cuando se perpetran toda clase de injusticias. A los periodistas les encanta la política pero no les viene bien el colocarse una camiseta que como un corsé finalmente no les permita más tarde ejercitar la crítica contra la cúpulas partidarias corruptas casi siempre ávidas de jarabe de lengua y sahumerio.

Es mejor el periodista libre el que no le debe y no le teme a nadie, el que vive matrimoniado con la honestidad. Es detestable la sanguijuela que vive de la medración, la coima, la adulonería, el favor y la prebenda. Esta especie no corresponde al ser periodista. El periodismo no es un camino para amasar fortuna pero abre las puertas a una vivencia intensa del mundo ahí donde asoma la belleza de lo humano y trascendente. Nadie como el periodista para insertarse en el nervio de la historia. Nadie como él para leer incansablemente y aprender la sinfonía lógica de un texto bien escrito.

Los periodistas genuinos son transparentes como el agua de los arroyos. Los malos periodistas son como el agua sucia de los albañales en donde se concentra el hedor desagradable de las miserias humanas. No se es periodista porque se tiene carné sino porque se es dueño de una conducta ética insobornable que como el buen oro resiste las pruebas ácidas de la verdad irrefutable. Un periodista que sazona las mentiras para vivir de ellas no es un periodista sino un farsante constructor de ficciones insostenibles.

Los buenos periodistas son hombres de carne y hueso sumergidos en el mundo con un amor indeclinable por la verdad. No tergiversan los hechos para urdir torcidas interpretaciones de los acontecimientos. Tampoco sucumben a la suspicacia, ni ocultan información deliberadamente para crear historias terribles. No son felones tratando de fingir afecto y lealtad . Ni intimidan utilizando su credencial en el chantaje inaudito y la amenaza. Los buenos periodistas disfrutan del buen humor y la satisfacción del trabajo bien hecho. No se sienten pequeños ante los grandes ni grandes con los pequeños. Viven con los pies en la tierra con la ilusión del cielo.

No se resisten a repetir errores y cuando los cometen los reconocen a fuerza de vencer el amor propio. No soportan el engaño ni están dispuestos a engañar. Aman tanto su pluma que no la utilizan como una chaveta para despedazar honras. No soportan los juramentos invocando el nombre de Dios en vano ni han nacido para arrinconarse en el ritual institucional de las cascarudas cofradías para la decoración de las páginas sociales de los diarios.

El periodismo requiere pasión. Un periodista tibio como el agua de malvas es un cosechador anticipado de fracasos. Quien se quiera dedicar a este menester tan humano renuncie a su comodidad y asuma las consecuencias de este desafío: Horas de trabajo intenso sin disfrutar del calor del hogar, una ulcera producto de este método sin método que significa trabajar sin horarios. Muchas horas insomne consagradas a la lectura. Un devoción silenciosa por los diccionarios y un afecto noble por el lenguaje el que con el tiempo descubrirá que no sólo sirve para escribir una buena crónica sino también algunos versos dedicados a una mujer que nos quita el sueño o palabras escritas con sinceridad por el nacimiento del primer hijo.

Lo peor que le puede acontecer al periodista ese esa sensación inconsolable de soledad que le provoca la ausencia de la redacción. Si esto sucede es porque la tinta esencial se le metió en las venas y hasta en el tuétano. Entonces con la mirada borrosa por el uso continuado de los cristales para leer tendrá que respirar hondo y nuevamente colocarse frente a frente con esa pasión irrenunciable que significa vivir cada instante con la intensa emoción de un amante.

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