Por: Miguel Godos Curay
Cuando un periodista se muere hay que preguntarse si lo que se extingue es una pasión por la noticias o por el contrario uno acaba por convertirse en objeto de esa pasión y pasa a ser noticia viva. Es lo que hemos sentido estos días por la ausencia de dos periodistas de vocación insobornable. Art Buchwald (81) columnista del New York Times, un irreverente feroz con un fino y envidiable humor capaz de ridiculizar con sorna su propia muerte.
También se nos fue Ryszard Kapuscinski (74) periodista polaco con un record asombroso de cobertura informativa a 17 revoluciones, un trajinante empedernido por los campos de batalla en África, Asia y América Latina. Treinta envidiables años de asombro contemplando la vida misma. Sentenciado a muerte en el Congo, víctima de la malaria en algún país tropical, condecorado en periodismo por aquello de entender que un reportaje es un jirón de la vida recogido en un papel. Kapu quería a los periodistas apasionados por aquello de que la objetividad produce textos fríos, textos muertos que se caen de las manos de los lectores. El mismo fue un reportero de guerra cuyos testimonios muestran el caleidoscopio turbulento del mundo.
Buchwald y Kapuscinski, tienen mucho en común, una búsqueda inagotable de la verdad capaz de penetrar en la esencia de la vida. Actitud humana que requiere una enorme capacidad de renuncia a la comodidad del hogar para vivir viajando por el mundo en las peores condiciones que es lo que hace que un viaje sea un instructivo insuperable como sostenía Arnold Toynbee contemplando la locura geológica que es la geografía del Perú. Esta es la única forma de aprender con el único auxilio de la memoria. El viaje cómodo adormece los sentidos, algo así como orar con rodilleras o pretender un seco de cabrito en microondas.
Buchwald y Kapuscinski, se volvieron con el tiempo exquisitamente sabios. Se dieron cuenta perfecta de que cuando un periodista afina su puntería contra los dirigentes y poderosos, se corre el riesgo de ser tratado como ellos. Como decía Buchwald el mayor peligro de los Estados Unidos es que en cualquier momento pueda quedarse sin comunistas. Y los pocos que sobrevivan sean integrantes de la CIA.
Cuando a Kapu se le otorgó el Premio Príncipe de Asturias (2003) al lado del peruano Gustavo Gutiérrez se recordó su compromiso con el periodismo y los desfavorecidos del planeta. Se dijo con relieve que la vida de ambos personajes era un modelo ético de tolerancia y profundidad humanística. No todos llegamos a entender esa adhesión humana al trabajo diario con un desprendimiento noble. No todos entendemos que la ética es la sangre de la que se nutren los periodistas honestos. No los onanistas de la palabra que sucumben a la adulación y a las caricias del poder.
Art Buchwaldt nos enseñó también que la salud de la sociedad se mide por su sentido del humor y su capacidad de crítica y sarcasmo. El descubrir el lado fofo de los poderosos. El descubrir sus errores para corregirlos con la carcajada sonora y estridente. Realmente se trata de dos visiones contrapuestas. Kapuscinski encarna el periodismo convertido en forma de vida, en angustia, en esa posibilidad de descubrir por encima de la cotidianeidad esas conexiones humanas desgarradoras y dolorosas que nos llenan de emoción en los conflictos. Buchwaldt es el hombre en esa actitud filósofica genuina que es la capacidad de reírse de uno mismo. Estos paradigmas humanos nos recuerdan que el periodismo es vocación pura, que no es una pretensión furtiva de perpetuarse en un instante. Tampoco es un trampolín político. Kapu recordaba siempre que empezó a leer a los 25 y que jamás pudo detener ese deseo fervoroso de ser protagonista de la noticia. No tiene sentido que un periodista escriba lo que no siente y se apropie de emociones que nunca vive. No es así como opera el eros de esta profesión que lo exige todo a cambio de nada. Ahora mismo imaginamos en ese mundo iluminado por los recuerdos a dos cazadores furtivos de la verdad sumergidos en ese inmenso océano del conocimiento humano que es el periodismo.
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