Por Miguel Godos Curay
Sostiene Roland Barthes que la vida de un maestro se divide en tres etapas. En la primera enseña lo que sabe. En la segunda, lo que no sabe. Y , en la tercera se entrega al aprendizaje de desaprender. La fórmula no es nueva pues tal como sostiene el taoísmo el tránsito a la sabiduría pasa por el necesario olvido de lo aprendido. Pero: ¿Qué es lo que tiene que olvidar un buen maestro universitario?.
Sin duda, habría que empezar olvidando las malas prácticas que se enquistan en las aulas.. Empezando por la coacción blandida por un registro de asistencia que importa 20 minutos perdidos. El creer que la ciencia y el nuevo conocimiento no se construyen con la investigación. El atiborrar de tareas inútiles a los jóvenes. El hacer de la pizarra un consuelo de lo que debería ser práctica cotidiana descalificando el profundo valor humano y científico del asomarse a la realidad. El doble discurso autoritario. La huachafería inaudita que prolonga la mentalidad colegial. El trato a los alumnos como “clientes” pervirtiendo el genuino sentido de la educación por la rentabilidad de un negocio que bien podría llamarse meretricio académico.
El pensar que el maestro lo sabe todo o lo tiene que saber todo. El concentrar las evaluaciones en el memorismo. El creer que los mejores alumnos vienen de colegios privados y religiosos. El chantaje de quienes creen que las evaluaciones son una vía para la solución de sus problemas económicos. El festín de la mermelada burocrática para copar la repartija de los mil y un programas de la nueva oferta universitaria completando con desinteligencia lo que la inteligencia no produce. El creer que la universidad no es decoro, higiene elemental, orden y respeto. El pensar que el copión de los exámenes no es corrupto sino un audaz administrador de viveza.
El creer que la universidad pública es un cachuelo permanente y la universidad privada un negocio en el que hay que marcar tarjeta. El pensar que no existe la anemia cerebral cuando no se lee y se piensa. El creer que colocarse a nivel de los alumnos no es un acto humano de correspondencia recíproca. El pensar que la desnutrición de un estudiante pobre no repercute en sus estudios. El creer que el conocimiento envejece cuando pasan los años. El creer que las bibliotecas deben funcionar sólo ocho horas cuando el mundo camina a velocidad planetaria en el uso óptimo del tiempo. El pensar que la calidad no se mide por sus frutos..
El sustituir los laboratorios por las cuatro paredes de un aula donde se desnudan todas las precariedades. El creer que el cerebro tiene sexo y que las mujeres están negadas para la ciencia. El pensar que los malos son invencibles y que las componendas nunca se acaban. El ocultar información fresca y reciente. El pensar que los cargos hacen a las personas. El creer que la retórica lo puede todo y lo construye todo. El creer que los cambios tardan mucho y nunca llegan. El criterio infeliz de pensar que con una maestría o un doctorado se acabó el horizonte del aprender cuando el conocimiento se renueva cada segundo, cada instante.
El dudar que somos constructores de la conciencia del Perú. El creer que la universidad son las cuatro paredes del recinto universitario. El creer que el maestro se despoja de su condición cuando abandona las aulas. El creer que el deporte sólo hace bien a los jóvenes y es doloroso para la bisagras oxidadas de los viejos. El perder la sinceridad y el coraje de decir a cada alumno lo que realmente son las cosas y vivir dorando la píldora. El desterrar la práctica inconsecuente de quienes prefrieren la comodidad sin compromisos y el silencio cómplice antes que el vigor de sus ideas y palabras.
El capricho de imponer todo por creer que la estatura Intelectual se construye con los gritos. El caer en el infeliz rito de envidiar los logros de los otros. El pensar que las sonoras carcajadas como antídoto ante la estupidez no son necesarias. El pensar que los Derechos Humanos son materia para una separata. El pensar que las denuncias no surten efecto El creer que la moralina, el jarabe de moral, puede reemplazar a la consecuencia.
El creer que la mentira es un deporte nacional. El creer en la reverencia a los poderosos. El creer que la universidad son sus estamentos algo así con un alfajor de poder donde la melaza jugosa del billete siempre tira hacia arriba. El creer que las cosas no pueden cambiar. El perder el gusto mirarnos y criticarnos a nosotros mismos. El deplorar el sentido del fracaso cuando las cosas no salen bien o nos desangramos sin logros.
Es tanto lo que hay que desaprender. Bien, explicaba Barthes, que la “sapiencia” es el “saber sabroso” distinto del conocimiento indigesto y nos recuerda que: “ sabio” en sus orígenes etimológicos significa “el que degusta” el que prueba y no se harta. No se trata,aclara, de acumular conocimientos en grado sumo. Es distinto el “sabio” del “ sabiondo” presumido. Sabio es aquel que desarrolla de modo insobornable el sentir gusto por la vida. O como decía Paulo Freire:”nada de poder, una pizca de saber y el máximo esfuerzo por descubrir el sabor de las cosas”.
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