domingo, 17 de junio de 2018

LA HERENCIA DE PAPA

Juan José Godos Atoche y Miguel Godos Curay. Padre e hijo.

Por: Miguel Godos Curay

No le agradaban a mi padre los diminutivos, la impuntualidad, los trabajos a medio hacer, la descortesía, el mal gusto, los olvidos como estrategia de la mentira, la desesperanza, las lamentaciones , las deudas impagadas, la irresponsabilidad, la falta de lectura, la ingratitud, el desafecto, los políticos de todo pelaje mucho ruido y pocas nueces, las promesas incumplidas, la tristeza, la huachafería, el desaseo, los cebiches sin ají, los tamales verdes de pescado sin aderezo, los platillos sin sabor, el olvido para con Dios en todas sus formas, los zapatos sucios, el café ralo.

No era un predicador de admoniciones sino un señor dueño de sus actos. A todos nos inculcó la pasión por el reloj pulsera. Conservaba su reloj en la relojera y su más delicioso regalo al final de la secundaria fue un reloj Olma a cuerda. Después se convirtió en proveedor de libros, diarios y revistas. Por él llegaron a mis manos numerosos ejemplares de Life y de la revista cubana Bohemia de 1960. Años después en 1995 tuve el regusto de conocer a Enrique de la Osa, su director. De la Osa amigo personal de Haya de la Torre y de Felipe Cossío del Pomar estuvo en Piura para el centenario de Haya. Le impresionó la abundancia del mercado lo dejó sin aliento la mendicidad infantil y el desorden. Se emocionó cuando le dije que lo había leído hace mucho tiempo.

Mi padre era memorioso y un gran alfarero de sus sueños. Las sinuosidades de la vida y el festín de las argollas a lo largo de su vida no socavaron ni un milímetro su insobornable lealtad con sus hijos. Aún lo recordamos extenuado por las malas noches, fiel a sus interminables tazas de café retinto. Otras ocasiones devolvía con paños de trementina la vida a viejos discos de carbón. Parco en el hablar y en el comer, un sibarita a su modo. Conocía los incomparables sabores de la albacora, el pez espada, las anguilas, el toyo, las cachemas y caballas. En las temporadas de cierre y desempleo se convertía en pintor de brocha gorda, en otras un acucioso guardián y minucioso almacenero. En casa un ángel guardián de alas invisibles.

Un viejo de conversación amable, curiosa y poblada de itinerarios y misterios. Por él visitamos en la factoría del ferrocarril a Juan Dioses, a don Félix Rodríguez un diestro y noble mecánico que conocía de memoria los engranajes del reloj genovés de la torre de San Francisco de Paita. Sus innumerable historias porteñas no dejaron de ser muy exquisitas y cotejadas con la historia eran evidencias del pasado. Por él y sus entrañables conversaciones encontramos los libros autografiados de José Santos Chocano a don Antonio de Lama en la biblioteca municipal de Paita.

No escribió como nosotros pero sus palabras y su ternura resultan intensamente inolvidables. En su humildad y sencillez nos hizo grandes. En sus palabras se robusteció la lógica para dar certeras e impecables respuestas. Sus frutos son como los mangos deliciosos, inolvidables. Sin defectos hubiese resultado inhumano e incompleto. Pero fue un ser de esos que habitan en la memoria y en el corazón cotidianamente como la estrella que marca rumbos, como aspiración vital que se crea y recrea como agua fresca en la sed, como palabra que resuena en la inocultable soledad.

Aún recuerdo cuando cumplió medio siglo de matrimonio. Se le ocurrió ir caminando de casa a la iglesia, acompañado por una banda de músicos que exultante le dio brillo y alegría. Tenía la mirada alegre e irrepetible y no tuvo gesto más noble que el de compartir un cebiche porteño con sus hijos, recorrió lugares y escenarios dio su propia interpretación a los saltos de progreso. En sus noches insomnes se revelaron sus ruegos y oraciones. Y con audífonos puestos colocados por sus nietos sonrió apacible poco antes de partir. Su ausencia fue inesperada. Sentí la misma sensación reconfortante de mirar con detalle una película en blanco y negro en el Cine Fox de Paita. Sentí su vida como esos filmes inolvidables en donde los buenos arrancan aplausos frente a las alevosas cobardías de los arrogantes y poderosos. Lo recuerdo con admiración y gratitud. Amaba a los perros como a sí mismo. Es mi héroe personal un baluarte de decoro y dignidad que a pesar de los años me nutre con caricias de bondad.