viernes, 8 de agosto de 2008

CARA A CARA CON LOS PIURANOS


Por: Miguel Godos Curay

Dice Merelau-Ponty que el rostro humano pertenece al territorio de la expresión no al de la impresión. Los mensajes que encierra una cara no pertenecen a lo sensorial sino a lo semántico. El rostro es una máscara de carne, a tal extremo, que una dulce carita pintada nos habla o nos mira. En el teatro romano a la máscara se le llama “persona”. Para los griegos se denomina “hypocrites” de ahí la derivación “hipocresía” para designar al rostro enmascarado por la falsedad.

Existe una ética sincera en el rostro que no finge para engañar. Es la indisimulable sinceridad de los ojos. Las miradas confieren fuerza a la voz y le dan un sello propio. El rostro tiene su propia gramática que lo convierte en un libro abierto en el que podemos leer fácilmente lo que se pretende ocultar en lo interior. El amor, la sinceridad y el odio. Por eso cuando una persona renuncia a ser lo que es a través de la simulación destruye la imagen de sí mismo y su rostro lo delata inevitablemente.

Por eso, algunos monjes, utilizan como procedimiento formativo el mirarse diariamente durante horas en el espejo para ensayar el rostro más dulce. El que no expresa enfado sino paz interior y lo logran, de tal manera, que podrían desarmar a cualquiera con la mirada. Esta es también el arma que emplean los mendigos, los pedigüeños incurables que finalmente nos sorprenden porque mueven a la compasión con la sutil técnica de la felonía facial.

En realidad el rostro es muy maleable. Hace lo que uno le ordena. El niño que deja caer sus pestañas como cortina cuando acaba la función es probable que exprese aflicción o sonrojo. En Piura, por ejemplo, existe el rostro amable y sugerente de la vendedora de sombreros en Catacaos. Pero también el rostro despojado de servicio de una vendedora de pasajes en el Aeropuerto que disfruta del monopolio. O la cara de papa de una intransigencia discriminatoria. Hay también el rostro taimado del que se inventa males para despertar compasión o el del vivo redomado. Hay el rostro feliz de regidor cobra dietas, el de rezador del cementerio mirando el cielo. El de general en su laberinto y el del zamarro site suelas.

En la depresión los ojos bailan como checos. En el cuentista se siente la mirada del felino en pos del bolsillo. En el ratero del mercado la voracidad de los ojos es inocultable. Los ladrones se miran entre sí como urracas parlanchinas. Aunque recurran a la finta para ocultar sus fechorías. Sus ojos están clavados como tachuelas en los bolsos de sus víctimas.

Los rostros de los políticos hablan más que sus mensajes. Los de los sinvergüenzas siempre aparentan frescura de lechuga. De acuerdo a la clasificación de Hipócrates tienen sus propios humores. Unos son muchas veces impulsivos. Aparecen con entusiasmo de cohete pero se les acaba la pólvora rápidamente y se tornan inconstantes. Finalmente no cumplen lo que prometen. Los flemáticos, son maestros de la apatía y la insensibilidad. El entusiasmo se les fue por el sumidero. Nunca arriesgan nada y les encanta repetir que todo va bien cuando con sinceridad las cosas van mal.

El colérico, es muy sensible, rápido en sus decisiones y tenaz en la ejecución pero nunca reflexiona. Periclita entre el optimismo vehemente y el pesimismo desenfrenado. Su polo opuesto es el melancólico un pesimista académico que sólo anda buscando dificultades para no hacer nada. Fruncen el ceño por gusto y las arrugas en el mapa de su frente los delatan como inocultables comodines.

Toda esta fauna la encontramos en Piura y entre los piuranos al extremo que se les puede aplicar el mismo examen que aplica la chichera cuando, por desventura, alguno de sus sedientos clientes encuentra una mosca en el poto de chicha o de clarito. Unos al contemplar a la negra y volátil ahogada criatura sentirán una repugnancia atroz. Otros la sacarán con el dedo con una sonrisa cómplice por el premio que les tocó en el día. Otros la ocultarán ante un anuncio de viudez anticipada. Pero no faltarán los incipientes que se la tragan sin darse cuenta. Algo así como aceptar sin reparos los anuncios y promesas de los políticos.

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