domingo, 15 de mayo de 2011

LA CASA DE LAS MALETAS


Por: Miguel Godos Curay

La descalificación moral es el arma de los candidatos en contienda. Por ello se desacreditan recíprocamente. Unos acusan a los otros. Ambos son esclavos de sus palabras y dueños de sus silencios hasta que estos son perforados por la incursión furtiva en los entretelones de la propia intimidad. Ambos, tienen un pasado turbio y vergonzoso. Uno de los secretos guardados con siete llaves es el referido al financiamiento de las campañas. Nadie declara, en acatamiento de la verdad, la fuente de sus recursos. Por eso nos presentan cifras maquilladas por la cosmética de la mentira. Otro punto flojo son los planes de gobierno que no son planes de gobierno. Y el chato y brumoso perfil de estadistas que exhiben los contrincantes.

En el Perú la “maletería” es un deporte nacional. El “maletear” no es otra cosa que el arte de la demolición aplicado sin piedad sobre la vida del otro o la vida ajena. La “maleta”, el raje, el comentario mentiroso e interesado para descalificar a la personas empieza como un aparente e inocuo ejercicio de viejas chismosas y acaba como un deporte de ligas mayores a nivel nacional. Por supuesto, los “maleteros” profesionales necesitan de una mínima porción de verdad y muchos kilos de mentiras aderezadas que todo el mundo se traga sin ánimo de comprobar. De la mentira administrada no se salvan ni los beatos en camino a la canonización. Ni los santos están libres de los maleteros. No faltaron, por ejemplo, quienes, se obstinaron con Juan Pablo II mientras el mundo evocaba con devoción su trayectoria, otros se solazaban mostrando al desaparecido pontífice dando la comunión a Pinochet y le endilgaban adjetivos humanamente miserables.

Los maleteros abundan en la política, pero no es su escenario privativo, los hay en el mundo académico, en las redacciones de los diarios y en el mundillo vaporoso de las iglesias y los conventos. Es la afiebrada práctica de los rajones de café. Indudablemente que los maleteros profesionales. Tienen sus técnicas propias y las ponen a buen precio al servicio de causas imposibles. Algunos creen que la maletería es un recurso para mantenerse en el poder. La verdad es que como flotador, para poner a buen recaudo la buena fama, el raje, no funciona.

Muchos creen que la práctica del chisme es un discutible atributo femenino. No lo es. Varones de aparente virilidad rajan más que esas verijonas viejas que cuentan chismes por capítulos y se ocupan de la vida ajena cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día, cada mes, cada año. Finalmente, es probable, acaben admitidas en la academia del raje.

¿Qué es lo que busca el rajón? Elemental. Busca destruir con palabras los que en la práctica no puede demoler. Una de sus técnicas es la del “miente, miente que algo queda”. Otra de sus artes es inventar pecados ajenos que en el fondo son una vil proyección de los pecados propios. Casi siempre, cuando se encuentra cara a cara, con sus víctimas con un inaudito antifaz humano finge lealtad. A mayores loas y alabanzas mayores son las chanzas. El rajón es un envidioso invencible que no puede contener los desbordes de su veneno. Y por o tanto sufre hasta perder el control de su inteligencia y sentimientos. En este extremo se ubican aquellos que en apariencia son queridos por todos pero en realidad detestan y frente al cual aparentan adhesión por temor.

Es igual que aquel sujeto que anhela tenerlo todo y en el fondo lo tiene todo. Autos, fortuna, propiedades, poder y placeres. Pero el único ingrediente que la falta es la felicidad. Esa tranquila sensación de bienestar de los peces en el agua, las hormigas en la tierra y el de las aves en el campo. Otros en cambio sin tener tanta acumulación material son felices. No son como aquellos que tienen manjares frente a sí pero no tienen hambre. Tienen sonrisa pero sin la natural alegría de la satisfacción y la vida. Hay aquellos que son amados y queridos porque se hacen querer. Hay quienes en apariencia son adulados y despiertan conmiseración porque son cascarones vacíos. Finalmente se consuelan con el espejismo de su extravío en el poder. Pasado el poderío transitorio se desploman y nadie se acuerda de ellos y nadie se les aproxima porque están marcados por la soberbia y la indigencia moral.

Una pizca de felicidad es mayor que una tonelada de fortuna mal habida. Quien disfruta de lo que tiene, sin ocuparse de aplastar a los otros, tiene más que el que acumula porque su voracidad por los bienes materiales no tiene límites. El sabio sabe que las joyas más preciadas están dentro de sí no fuera. Las que pueblan las cajas fuertes y candados, finalmente, se las come el orín y el polvo. Pero las invisibles las que van contigo a todas partes no tienen precio. No se desvalorizan en los mercados bursátiles. La honestidad, por ejemplo tiene mejores cotizaciones que el oro y el petróleo. La justicia y la belleza, valen mucho más que un auto último modelo. Y la lealtad humana no tiene precio. No se puede comprar con dinero sino con una impecable y humana actitud frente a los otros.

Nosotros podemos debatir los programas de los políticos. Los programas de gobierno son declaraciones bien intencionadas generalmente elaboradas por expertos en retórica. Finalmente, no se cumplen. En cambio nosotros si podemos calificar la calidad de un candidato por su actitud moral. Hay candidatos morales, pero también inmorales. Y finalmente los amorales. Los que transitan por la vida pública sin brújula ética porque su disemia axiológica nos los ubica en ninguna parte. Los que afirman algo y los desdicen con sus acciones. Los que viven en apariencia, pero son como el café ralo. Les falta esencia. Hay electores que se empecinan en decidir su voto por un rostro bonito, sin mirar, las manos y la trayectoria de tal o cual candidato. En el mundo de los “maleteros” las apariencias desbordan a la realidad. Y como toda cosecha de falacias. Son como un globo desinflado. Humanamente cabezas huecas alimentadas con inconsistencias de impredecibles consecuencias. Una precariedad moral a todas luces saturada de cieno e inmundicia en la que nunca anida la verdad. La verdad, en tanto correspondencia con la realidad. Y como decía Juan Pablo II esplendor de lo más valioso que tiene el hombre: la libertad.

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