lunes, 23 de diciembre de 2013



NAVIDAD DEL RECUERDO Y EL CORAZÓN

Por: Miguel Godos Curay

La navidad comprometía a los pavos aderezados por las abuelas
Me encantan las historias de navidad porque en todas ellas hay una cucharadita de ternura. Mis abuelas no le daban pelota al panetón. Ellas preparaban el pastel de fuente amasado con harina cernida y mucho cariño. Del pavo se encargaba el abuelo. El rito empezaba en la víspera en la que le abrían el pico y le empujaban una botella de oporto  para emborracharlo y abrir las compuertas de la sensación de felicidad que despierta la ebriedad. Un pavo triste que padece el dolor de una muerte trágica no sirve para la noche buena. El pavo feliz tiene sabor y contagia de euforia a todos. La ciencia moderna dice que el pavo ebrio libera serotonina y oxitocina las hormonas de la felicidad y la confianza. De modo que la felicidad de pascua tiene su explicación.

Las viejas empezaban a machacar ajos, cominos, clavo y canela para el aliño aromático que se sentía por toda la casa. Cumplido el aliñado el pavo marchaba rumbo a la panadería del barrio donde se cocía divino y sabroso. Luego retornaba a casa y esperaba a la familia entera que concurría a la tradicional misa del gallo. Pavo sin misa es blasfemia.

Luego de la misa todos en el hogar se deseaban parabienes con lágrimas en los ojos. Se perdonaban viejas rencillas y todos los mataperros se sentían niños buenos. El nacimiento esperaba que la vieja tía Isabel trajera al niño. Se preparaban hectolitros de chicha de maní y chicha morada, mazamorra, empanadas y pasteles para todos. Las pastas fueron incorporadas poco a poco. Primero fueron los tamales verdes y amarillos de puerco.

Tras besarle los piececitos al niño todos concurrían a la mesa. Cada uno tenía su espacio y lugar. El abuelo José la presidía con solemnidad y empezaba la cena. También se repartía recados a los vecinos y allegados. Los regalos venían luego. Los abuelos nos hacían felices con trompos de zapote, maromeros, camiones de madera y pelotas de 32 paños de cuero aromadas a la almendra del tinte fresco. Las niñas tenían muñecas, ollitas, platitos de porcelana o barro cocido. La felicidad flotaba en el ambiente. En las calles candelillas y cohetecillos alegraban la fiesta. Todos abrían de par en par las puertas de sus casas.

El niño Jesús estuvo siempre presente. Aún recuerdo los gestos del Padre Eduardo Palacios, que al sonar la primera campanada de las doce de la noche buena, me invitó a una experiencia alucinante acompañarlo al campanario de San Francisco y sonar las campanas al revuelo de alegría por el nacimiento de Jesús. La soledad del campanario rota por la alegría recordaba en todos los hogares al rey de la humanidad. No me olvido de  este gesto del Padre Eduardo. Los corazones tristes se tronaban alegres con la llegada de la navidad. Las campanas resuenan en mi memoria.

Los mayores brindaban en la noche buena con licores para la ocasión. No faltaban los oportos y las damajuanas de vino comprado en los vapores italianos que recalaban por Paita. No faltaba el anís para asegurar una buena digestión. La noche se prolongaba hasta el otro día en un ambiente de familia. Pastores y comparsas recorrían los nacimientos a cambio de golosinas y chicha de maní.

Un nacimiento gigantesco era el de la Panadería Cruz, en el jirón Junín, ahí uno contemplaba caravanas de pastores. Una estrella de Belén imponente surcando el cielo. Aldeas enteras recreadas con imaginación y macetas de trigo y maíz. La fiesta era grande, lagos con espejos y patos. En la cueva san José, la virgen y el niño. Todo un espectáculo para exaltar la imaginación. Siempre nos hemos sentido felices recordando estas memorables escenas parece que mi mirada se estacionó en esta familia trabajadora que se daba tiempo para todo. Alegrarse amasando el pan. En esta noche buena una oración por todos. Por los ausentes y los presentes. Tengo el corazón repicando de alegría porque llegó la navidad.

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