sábado, 10 de diciembre de 2011

CUENTAS CLARAS Y CHOCOLATE ESPESO


Por: Miguel Godos Curay

La descentralización es una necesidad del país. Un argumento económico a favor es la constatación de que entre los países más pobres ocupan los primeros lugares los más centralizados. Es la misma actitud de los padres de familia que mantienen esa dependencia autoritaria y patriarcal sobre sus hijos. Finalmente, son aquellos los que eligen la forma de vestirse, la profesión y hasta arreglan los matrimonios de sus vástagos y como es previsible acaban en fracaso. Esta es una consecuencia del pernicioso “centralismo” familiar.

Descentralizar expande energías ciudadanas. Nos convierte en dueños de nuestras decisiones. Mientras de la centralidad se nutren las burocracias corruptas. La descentralización fomenta la ciudadanía responsable y la saludable práctica de pedir cuentas a quien tenga que darlas. El centralismo es consecuencia de esa mentalidad colonial de quien se apoltrona en los cargos y piensa que su irreductible isla de poder es un botín para su beneficio propio. Cuando esto sucede los bienes del Estado propiedad de todos los ciudadanos son usados excluyentemente en provecho y beneficio personal. La legión de burócratas aprovechados que disponen de vehículos, combustible y horas de trabajo de terceros es numerosa y frondosa en los diversos niveles del gobierno central, regional y local. Mucho dinero escurrido en el sumidero del dispendio improductivo en un país en donde apremian las necesidades.

La descentralización es un proceso de afianzamiento de la confianza ciudadana y permite acabar con esos tentáculos de podredumbre moral y robo descarado que acompañan los procesos de ejecución de la inversión pública. Las repartijas son el inocultable signo de una democracia balbuceada que para crecer en salud requiere del aire fresco de las buenas prácticas y la saludable transparencia. Lo que no es transparente es el orificio secreto de las alimañas. Ahí donde se oculta información se engordan las ratas pardas y la inmoralidad pública.

Otro de los signos del centralismo es la incompetencia. La escasa competitividad y la rigidez no permiten que los mejores desarrollen sus capacidades. El fenómeno visible y risible en el sector público es el siguiente: “hacen como que trabajan pero en realidad no hacen nada”. Los papeles se detienen indefinidamente y el tiempo se pierde irremediablemente afectando las decisiones del desarrollo. En el plano ciudadano alrededor de las instituciones se crean y recrean legiones de acomedidos clientes, nepotes y capituleros que buscan el provecho propio. La indiferencia se apodera de los ciudadanos cuando los avances no son visibles y lo único que se observa es más de lo mismo. No se piense que existe desinterés por la política. Lo que se produce es desencanto y una fractura de la confianza en los que fueron elegidos para gobernar.

Frente a este desgaste de la confianza social no surten efecto ni las chocolatadas ni los repentinos propósitos de enmienda. El pueblo quiere cuentas claras y chocolate espeso. Lo que exigen los ciudadanos son itinerarios muy claros con hitos de logro visibles. Cuando no los hay menudea la cosmética del folletín y la tinta engaña tontos con el propósito de maquillar la realidad con irrealidad. En este territorio la democracia se convierte en demagogia pura y sebo de culebra. Muchas veces en el territorio de la gobernabilidad sucede lo que señalaba con reiteración el entrenador Alfio Basile: “Yo coloco perfectamente bien a mis jugadores en la cancha. Lo que pasa es que empieza el partido y ellos se mueven”.

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