Por: Miguel Godos Curay
Carpeta escolar un monumento a la escuela y el saber |
“Un libro abierto es un
maestro que habla, un libro sólo es un amigo que espera, un libro roto es un
alma que llora”. Este recado escolar nos recuerda la viva utilidad de los
libros. Una casa sin libros es como un cuerpo sin alma. Una morada inhóspita
para la inteligencia y las ideas. Una carpeta rota y destruida en el aula
universitaria podría ser consecuencia
del salvajismo con el que se regodea el desenfreno brutal de las bestias. Las
carpetas son para las aulas como las butacas en el teatro. Son el espacio de
comodidad para los concurrentes y para los alumnos. Su destrucción es tan
brutal como el hacer añicos los pocos muebles de la casa. La mesa en la que los
niños estudian y dibujan. La vieja silla es como el trono de la abuela. El
primer mueble que ordenó papá al carpintero de la esquina y que fue hecho con
amor, charolado de ternura. Pagado a plazos con decoro. Finalmente convertido
en pieza fundamental de este hogar respetuoso de la vida.
Después fue la mesa
grande del comedor con seis sillas para cada uno de los miembros de la familia.
Mesa de cedro duro en la que se celebraron con calor de hogar todas las pascuas.
No es cualquier cosa. Ahí hincaron codos mis hermanos para ingresar a la
universidad. Ahí en uno de sus extremos mamá
decoró pasteles y tartas en todos los cumpleaños. Es una pieza
imprescindible de la casa. Ahí se colocó el cuerpo yerto de papá después de
muerto hasta que trajeron el ataúd marrón de la funeraria.
Ahí escribí todas
las cartas de amor que te persuadieron y conmovieron tú aceptación con el
corazón en la mano. Ahí en esa mesa la tiza de mamá trazó los vestiditos de sus
nietos y la mortaja morada de la abuela. Ay si esta mesa hablara que cosas
contaría sobre la distribución de la paga mensual en los gastos de la familia. Ahí se distribuyeron los escasos bienes de la familia. Ahí me quedé dormido
leyendo “El velero de Cristal” de
Vasconcelos y el grueso ejemplar de editorial Aguilar de las “Tradiciones
Peruanas” de Ricardo Palma.
No me digan que no sufre
una carpeta destrozada en un aula de la universidad. No me digan que no llora
ante la imposibilidad de ser útil a un estudiante venido de las alturas. No me
digan que no siente la fatiga del estudiante cansado que viene de los rincones
más apartados de la ciudad. No me digan que es un arrumaco indiferente a los
sueños de ser grande de un joven entusiasta que estudia con garra. No me digan
que sus tableros no son testigos de esos afiebrados idilios estudiantiles. No
me digan que no siente vergüenza cuando con pasmosa complicidad es utilizada
para la copia en un examen. No me digan que no acaricia sueños cuando su
estudiante compañero se queda dormido consumido por la fatiga. No me digan que
no es una herramienta para formar la conciencia de los pueblos. No me digan que
no siente repugnancia cuando es usada por malos estudiantes para los juegos de
envite.
La carpeta es al
estudiante como el altar para el sacerdocio de los puros. Ahí mis largas horas
de estudiante. Ahí se posa en la soledad de la tarde una inquieta avecilla
sobrevolando a sobresaltos toda el aula. Ahí en esta simple carpeta defendimos
nuestras ideas sin la tozudez de los tercos. Ahí se concentró nuestra rabia
ante las injusticias. Ahí nuestra primera confesión de amor y el miedo
reconcentrado del examen. El mundo ha cambiado pero no las viejas carpetas. Son
como la pieza inseparable del taller del orfebre. Aún siento su aroma de madera,
la belleza de una carpeta nueva después
de haberlas peleado, una por una, a la vieja cacasena, por aquel entonces,
dueña del decanato. Aún resuena su desventurada insolencia, su pose de cacatúa
ante mis claros argumentos frente al reclamo. Ella se mudara a naufragar en los
mares de su insondable desatino. Las carpetas permanecerán por el paso de los
tiempos en su utilidad heroica. Ellas sobrevivirán porque tienen un lugar de
gratitud en la memoria. Pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos,
caminos sobre la mar. Diría el poeta Antonio Machado.
Aún se escucha en las
mañanas el trino de las aves mientras llegan los estudiantes. Cada carpeta tiene nombre propio, todas aguardan
al ausente del fin de semana. Otras destrozadas sufren su doloroso ciclo de
vida y se resisten a morir. Otras destrozadas por la venal indiferencia
envejecieron pronto de puro maltratadas. Otras permanecen en pie como el
arsenal dispuesto para la batalla. Una carpeta bien cuidada u otra arrancada de
la incuria mal agradecida. Son un bien para todas las almas.
Cada esfuerzo de cuidado
y conservación es un legítimo premio de gratitud del que se hizo grande. Una
carpeta en un país en donde tan maltratada está la educación es un monumento.
Tan elocuente como el reconocer la dignidad del buen maestro. La carpeta sobrevive
hoy como la pluma estilográfica de tinta. Es un instrumento del saber en su
humildad de simple soporte de la humanidad estudiosa. La carpeta podrá cambiar
su forma por las sutiles variaciones en las que incurre la modernidad en
esencia cumple la misma y extraordinaria función.
Los matices son
productos de la función y el uso correcto. La universidad no es el espacio
físico sino el sutil escenario en el que se encuentran para compartir
conocimiento, maestros y alumnos. Como en los viejos muros de la catedral donde
surgió la naciente universidad en Occidente. Las carpetas y los atriles de
cátedra son parte del escenario académico. Son atributos de la vieja escuela, la
universidad y el aula abierta. Dónde el viejo púlpito abrió paso a la ciencia y
la verdad sopló a los cuatro vientos. En las carpetas se sientan los discípulos
con comodidad para escuchar la lección de los maestros. Al mismo tiempo que con agudeza recogen las ideas que contiene la lección del dómine.
Cuidemos la carpeta que
nos acoge y nos espera. Ella merece un trato digno y agradecido. Conservarla
prolonga con gratitud su vida. Y dice mucho de nuestro educado trato. No se
acomodan las bestias al servicio desprendido. Para ellos bien da arrastrarse
por el suelo como las serpientes. Nunca aprenderán a contemplar el cielo ni a
entender el titilar de la estrellas. Nacieron para sentir el polvo de todas las
derrotas. En la soledad del aula conversan en silencio en cada noche. Los búhos
son testigos de este diálogo alucinado. Hasta que en las primeras horas del día
cobran vida con el juvenil entusiasmo. En la alegría estudiantil está la
sustancia que da vida a la materia inerte. Tras el saber por el saber, mismo, la
gratitud habita en el rostro de los jóvenes.
2 comentarios:
muy interezante
Todo es cierto, muy bueno :-D
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