¿SON LOS PIURANOS SALADOS?
Por: Miguel Godos Curay¿Son los piuranos salados? Por qué se regodea con nosotros el infortunio |
Los
piuranos somos salados con las autoridades que elegimos. Nos persigue el
infortunio, el desacierto, la cojudez, el facilismo, la tolerancia inaudita, el
fracaso, la anomia y la miseria en todos sus extremos. Nos hemos convertido,
por nuestra incapacidad de ejercitar ciudadanía activa, en eternos candidatos
para el premio consuelo. La sal nos persigue en el territorio de las decisiones
políticas y en el deporte. Somos buenos para nada. Lo mejor de nosotros es lo
peor en otros escenarios en donde la incompetencia no es admitida. Para algunos,
estamos hasta las rehuevas que es el extremo del no estar bien. Eso me dijeron
los comerciantes del Mercado Central.
Y
en el escenario académico también nos acompaña ese autoengaño complaciente. Los
inteligentes en los exámenes de ingreso a las universidades en su esencia no lo
son. Los claveteros no razonan, son memoristas de claves de respuestas en
balotarios repetidos hasta la saciedad. No piensan, marcan respuestas como
robots. No se prueba la capacidad de razonamiento lógico. Se memorizan
respuestas sin razonamiento previo. Cara a cara con las matemáticas puras son
molleras tapadas. Cántaros vacíos. Mucho ruido y pocas nueces. Así nos
contemplamos en el espejo de nuestra desnudez.
¿Qué
hacer? Confucio recomendaba la justa designación de las cosas. Llamar a las
cosas por su nombre. Evitar los eufemismos. Huir del disfraz de la irrealidad
que nos confunde y nos engaña con la apariencia de vivir en el mejor de los mundos cuando estamos en la
solera. En el territorio ético desembocamos en el relativismo, una especie de
vida en la cuerda floja que convierte nuestra axiología en un referente de jebe
que se estira y se acomoda como preservativo. Así se puede afirmar que algunos
alcaldes roban pero hacen obras. Otros dilapidan recursos públicos porque nadie
los vigila y les pide cuentas. También hay los que disfrutan del decir ladrón
que roba a ladrón tiene mil años de perdón. El correlato es una renuncia al
ejercicio de la ciudadanía clamoroso y preocupante.
La
ética es preceptiva. Es la arquitectura normativa del desempeño honesto. Cuando
falla la ética en una sociedad, el vacío lo ocupa la viveza, el autoritarismo
del más fuerte, el capricho en apariencia inocuo del contumaz, la falacia
farisea del diablo predicador. El bien común se deforma para dar paso a un mal
entendido bien personal del que usa el poder para la repartija, el amiguismo,
la complicidad mafiosa. Finalmente los presupuestos públicos se pulverizan por birlibirloque y las mañas de Alibabá y
los cuarenta inescrupulosos responsables de nuestra descarnada realidad.
Otro
es el territorio de la moralidad, el consenso de las buenas costumbres
socialmente aceptadas. Vivimos una especie de anemia moral, tenemos cada vez
menos glóbulos rojos de decencia, dignidad y decoro. Y a contrapelo hemos infectado el territorio de las grandes decisiones con
la inmoralidad de quienes les importa un
bledo el señalamiento público. Y transgreden la moral a su regalado
gusto. Inmorales hay por todos lados. En los colegios profesionales y con
nombre propio, en la escuela, en el municipio, en los gremios, en instituciones en apariencia serias como la
seguridad social, el foro, la propia policía y la universidad.
Es
inmoral el burócrata que crea dificultades para vender facilidades en su
provecho, el alumno que copia en el examen, el profesor que sustrae de internet
un documento ajeno y lo convierte sin miramientos en producto propio, el
mercader que hurta doscientos gramos por kilo en el mercado, el sinverguenza
del moll que oculta el libro de reclamos, el diablo predicador que señala las
faltas ajenas y maquilla las propias. El que firma asistencia pero practica la
fuga de tondero, el que marca horas extras para condecorar su ociosidad, el que
se lleva compulsivamente lo que encuentra mal puesto. Aquí la inmoralidad se
enquista y crece como un cáncer que consume las energías morales de la sociedad
El
profesor que improvisa porque no preparó clase. El conductor que se pasa el
semáforo en rojo porque se considera aviesamente violador de la ley. El que
urde farsas en las competencias. El que acepta lo inaceptable. El que promete y
no cumple. El perjuro siete suelas. El periodista coimero que disfruta sin
recato su mordida sin que le remuerda la conciencia porque no la tiene. El
vendedor de sebo de culebra. El médico que convierte sin escrúpulos a su
paciente en cliente y le esquilma los bolsillos. El saca vueltas. El cementerio
ecológico. El panetón con bromato y el pavo engordado con jeringa.
La
amoralidad es una especie de disemia axiológica. El amoral no se percata de su
entorno y contorno como escenario social. No conoce la moral o pretende
desconocerla. Su modo de solución de
urgencias es la invasión o la apropiación ilícita. Tiene derechos pero nunca
deberes. Quiere servicios públicos pero nunca los paga. Según su estrecho
entender para todos amanece Dios pero él madruga a todos. Es aquel que en el
chocolate navideño reemplaza la leche por agua. Es aquel al que das de comer
pero se lleva la cuchara. En otras ocasiones muerde la mano. El poeta Juan Luis
Velásquez decía: Piura, que soledad sin soledad siquiera… que trincheras tan
altas sin altura.
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