domingo, 25 de abril de 2010

LA UNIVERSIDAD INVISIBLE


Por: Miguel Godos Curay

En los albores de la Universidad de Piura, ningún alumno se pasaba de largo un texto de obligada lectura de Carlos Cueto Fernandini sobre la universidad causa de inevitables y profundas reflexiones. A todo ello se sumaba el ritual académico sobriamente solemne. Los colores distintivos de las becas. Las notas del Gaudeamus y lo sumamente sustanciosas que resultaban las lecciones de los profesores visitantes. De la Puente Candamo, Tamayo Vargas, Del Busto, Navarro Pascual, Reparaz Ruiz, Desantes entre muchos otros. Inolvidable fue la lección de la doctora Luz González Umeres sobre “La Unidad del saber”. La recuerdo de memoria y la aplicó en mis menesteres académicos. Creo que la eficacia de muchas enseñanzas está en el que uno las recuerde siempre y las sienta irrepetibles.

La universidad que es la patria del conocimiento despierta en quienes la aman emociones muy entrañables. Una universidad no es el casco de concreto que perdura o que se agrieta desnudando sus deficiencias constructivas a través del tiempo. Es mucho más que eso. Es un espíritu, un modo de vida. Un trato cuidadoso o indiferente a los jardines preservando o renunciando a la vida. Es un libro abierto o un libro cerrado que espera desde hace mucho tiempo ganas de leer. La universidad es el mobiliario que unos se empecinan en conservar y otros se empecinan en destruir. La universidad es también un encuentro esperado en el recodo de la existencia que con emoción sorprendente nos marca para toda la vida.

De la universidad, como de los temas capitales de la vida, puedes hablar a favor o en contra. Pero lo que no puedes hacer es dejar de hablar. Enmudecer, podría ser el efecto transitorio del asombro pero no una actitud perenne de un no estar en el mundo. La universidad ejercita la esperanza en un futuro mejor. Las tareas ineludibles de la universidad son el enseñar y el investigar. Se enseña la ciencia y el conocimiento hoy tan volátil y cambiante. Los ladrillos de la ciencia requieren la argamasa de la verdad y el trabajo. La ciencia requiere esfuerzo humano e intelectual. La ciencia “gratis” es siempre un baldón de sospecha. Una apariencia de verdad.

La verdad, el esplendor de la verdad del que nos habla Juan Pablo II ilumina las conciencias y las orienta a un norte humano que no puede ser otra cosa que un océano de caridad y generosidad. La genuina ciencia se proyecta a un tú universal. De la ciencia bebemos como en el agua de la fuente. Por eso el maestro trata de aplacar la sed de conocimiento de sus alumnos los que deben ser conducidos adecuadamente por los caminos del conocimiento con las luces de su capacidad de comprensión. Un maestro no sólo transmite conocimientos sino su irrepetible experiencia humana. Su certeza, su actitud personal ante la vida, sus valores, sus propias tensiones interiores. Su pensamiento y sus temores. El maestro que lee no persigue a sus alumnos para que se asomen a los libros. Es un incitador de lectura con su propia actitud humana.

Su vida es un permanente hacer. Y aunque tenga defectos es capaz de reconocerlos y convertirlos en oportunidades de cambio. La última lección del maestro se resume en el ¿cómo morir? Con una envidiable valentía como Sócrates o por el contrario con una inocultable pero maquillada cobardía tratando de encontrar el elixir de la eterna juventud. El manantial de la frescura no se posa en la piel tersa sin ninguna arruga que la marque sino en el cerebro que cogita y sigue cogitando con agilidad pese a los años. Pensar, enseñar, escribir, crear, hacer son verbos activos que pintan de cuerpo entero la naturaleza dinámica del trabajo intelectual del maestro.

El mejor combustible para una cerebro activo es la lectura. Quien lee bien, comprende bien, conversa bien, habla bien y oye bien. Quien no lee. No tiene tema de conversación. Habla mal y escucha peor. Un cerebro sin lectura es como un estadio vacío en el que nadie juega fútbol ni mete goles. El maestro que lee nunca está sólo y aunque soporta carencias materiales. Vive en un mundo de fortuna incomparable. Usted puede disponer de todos los artefactos inimaginables que en su hogar lo hacen y lo pican todo. Pero si carece de libros realmente está perdido. Su vida es probablemente un elogio a la estupidez. Lo es también para quienes tienen los libros y no los usan porque son parte de la decoración hogareña.

Existen bibliotecas para la apariencia cultural como las alfombras sintéticas. Una biblioteca leída es una alfombra mágica que no se cansa de conducirnos a mundos ignotos jamás imaginados. Por eso la lectura es una pasión que brota a borbotones en la universidad. Un universitario que no sienta amor por los libros es un alma de precariedad inconfesable. Es probable, que como las almas en pena, se arrincone en las esquinas insoportables de la ignorancia y la estulticia. Porque hay otra ignorancia del que no sabe pero quiere saber. O del que sabe poco y quiere saber más. La ignorancia de la que hablo es la del que además de no saber, no le interesa aprender y prefiere consumirse frente a la pantalla de su deformidad.
Ilustración Dra. Luz González Umeres, Foto UDEP.

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