sábado, 20 de junio de 2009

HISTORIAS DE MEDICOS Y PAPAS



Por: Miguel Godos Curay
Para mi padre los médicos simbolizan esa desigual lucha entre la ciencia y la muerte. El médico necesita ser profundamente humano, respetuoso y cristiano. De lo contrario puede caer en lo que Caviedes, llamó, el territorio vulgar y silvestre de los “matasanos”. Un médico cuando ausculta a su paciente cumple un rito personal que empezando en una sacada de lengua se completa con el escuchar los latidos del corazón. Los renombrados médicos brujos de las aldeas eran diestros en el manejo de las plantas y en el arte mágico de devolver la salud. Sacaban “el aire” con un cigarrillo Inca, soldaban huesos con pócima de aguardiente y tabaco, “quebraban” chucaques con jabón de pepa. Y santiguando niños recuperaban la alegría. Poco a poco se fue abriendo paso la ciencia y la nigromancia fue desplazada. Ha quedado incólume la calidad humana que debe acompañar a todo galeno.

Según mi padre los verdaderos médicos permiten que sus pacientes recuperan el aliento con un sonoro ¡buenos días!. El doctor Federico Gallup, un paradigma cívico de Paita, curaba con el saludo. Su receta era sencilla cortesía, buena alimentación con pescado y manos limpias. Muchos médicos ignoran los saludables efectos de la cortesía. Ingresan al consultorio con una arrogancia impropia que siembra temor entre sus adoloridos pacientes. Theoprhaste Renaudot (1583-1653), un célebre médico, padre del periodismo francés, distribuía entre los internos de un hospital hojas con buenas noticias que mejoraban el ánimo y provocaban curación. Las malas noticias son un veneno para el alma y el corazón.

Un renombrado médico al que la cortesía siempre le es esencial es el doctor Víctor Morales Corrales. Científico y académico, hombre y buen amigo. Lo demostró con creces cuando los deslices de la estupidez –tan abundante- interrumpieron una entrevista radial que con él sosteníamos. A pesar de los denuestos no se inmutó para nada. Yo comunicador con vergüenza ajena. Aprendí mucho de ese gesto de genuina integridad personal y humana. Víctor Morales, es toda una institución en la Universidad de Piura.

Lo conocí en Santo Domingo de Morropón. Amaba la música como a la ciencia y sus dedos hábiles para una cesárea con gillette eran capaces de producir requiebros en su violín. Baltasar Arámbulo, médico trajinante era un hombre bueno y culto. Fervoroso admirador de Haya y hombre de conversación interminable. Pese a que era un anciano venerable nunca se arredró al camión y a la tolva en donde viajaba con toda comodidad sintiendo sobre su rostro el rocío matinal de la sierra. Alguna Vez me comentó que los brujos de la Pilca de Morropón le enviaban pacientes “porque eran casos que debía resolver la ciencia” y en donde el huevo frotado y las hierbas ya no hacían efecto.

Endocrinólogos que no se cansan de disciplinar diabéticos que incumplen las prescripciones del consultorio son los doctores Rolando Vargas y Luis Zevillanos. Rolando le para el macho a los diabéticos que incumplen la dieta y que aún andan pensando que el asunto de la glucosa alta es un juego. Zevillanos es un amable escucha de esas pacientes empedernidas que intercambian recetas insólitas para curarse de este mal que consume a diez de cada cien piuranos. La diabetes es un producto de la buena olla y la buena muela de los piuranos para comer secos de chavelo, majados de yuca y secos vaporosos. Tratar diabéticos es como pretender que te hagan caso esos niños rebeldes que miran de reojo como si dijeran: “Ya veras que no te haré caso”. Estos rebeldes sin causa coleccionan recetas que no cumplen y esperan que el buen Dios, después de haber comido tanto y tanto, les haga el milagro de recobrar la salud.

Un médico del que no me olvido es del doctorcito colombiano de pueblo don Juvencio Ospina que para ahorrarse abrigo y algunos pesos tenía mujeres hospitalarias y consultorio por todo el culebrero camino. Una zamba a la que había dejado de visitar, en cierta ocasión, le envió el siguiente mensaje:“ Doctor Juvencio manda la plata hoy porque sino lo doy”. Dicen que el socarrón mediquito le respondió del siguiente modo: “Mi señora dalo hoy que yo mañana por la plata voy”. La historia me le contó don Otto Morales Benites, humanista y académico eminente en hipnótica travesía a Paita.

Humanista noble y desinteresado fue el doctor Luis Ginocchio Feijó, cristiano y mecenas, erudito admirador de Dante y conocedor de la historia de Piura. Investigador sin aspavientos y académico es Manuel Purizaca Benites, el conoce al detalle porque tenemos que mejorar la atención al binomio madre-niño para que la región cumpla con los objetivos del milenio. Jaime Bardales Ruiz, el médico alcalde de Sullana, es egresado de la Facultad de Medicina de la UNP. Su padre don Rodrigo, un memorable yerbatero, le abrió los ojos a la ciencia. Su Madre doña Odilia al filo de los 70 años y después de haber criado a cuatro hijos. Esta a punto de culminar sus estudios universitarios de psicología carrera que inició con don Rodrigo. Jaime Bardales, está convencido que sus vecinos son como esos pacientes a los que el rito de la consulta les devuelve el ánimo y eso es lo que va a hacer: Curar su bulliciosa ciudad.

Donald Morote, fue un médico de la seguridad social que probó en 1983 en el Bajo Chira los Hospitales Perú diseñados para enfrentar emergencias. Aquella tarde de creciente necesitaban al doctor en Amotape y había que atravesar el torrentoso Chira en frágil bote entre la palizada. En medió del río, el doctor Morote preguntó al boga si sabía nadar. El remojado le respondió que no. Pero se sentía muy seguro porque llevaba al doctor. Morote amaba al Perú y sus cataclismos. Mi madre y mi padre recuerdan siempre a don Aristóbulo Morey Cortés, aquel pediatra de consultorio repleto y con colas interminables que me salvó la vida en una edad de la que no tengo recuerdo.

Otro médico inolvidable con el que guardo mucha gratitud es el doctor Noe Zapata, que me abrió los ojos a esa gloria inmarcesible de un padre realmente ejemplar: don Miguel Grau, que tuvo diez hijos, que fue un hombre íntegro y un ciudadano ejemplar. Grau al inmolarse tenía 45 años. Su último vástago Miguel nació en enero de 1879, cuando su padre se elevó a la gloria era un recién nacido. Desde entonces cuando me siento fatigado invoco a Grau y no doy tregua a lo que hago. Mi padre, es también una entrañable inspiración, sacó adelante toda una tribu con su educación elemental pero un sentido indoblegable de la responsabilidad. Nunca bebió gota de alcohol ni una pitada de tabaco. Su adicción fue siempre el café. El buen café retinto hasta para conciliar el sueño. Es muy posible que hoy, cuando converse con él, ese reconcentrado mar de recuerdos que tiene en la memoria se abra para conducirme como ayer por los itinerarios habitados de su soledad.
Foto: Juan José Godos Atoche.

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