domingo, 15 de marzo de 2009

LAS SIETE VIDAS DEL CACASENOS


Por: Miguel Godos Curay

No faltaba más. Los cacasenos (los estúpidos) -en apariencia- son duros de matar. Tienen siete vidas como los gatos y las cucarachas que no mueren ni con “la receta del abuela” ni con otro veneno de esos que embotan el olfato con espeso olor de jabón. La muerte moral de tan dura especie se produce cuando arrinconados a consecuencia de sus flatulencias cerebrales se quedan huérfanos de admiración y de respeto. Una sencilla fórmula aritmética enseña que el grado de estupidez de una persona es geométricamente proporcional a su chatura intelectual.

El cacaseno, según los tratados, tiene dos orígenes. Hay cacasenos de nacimiento porque proceden de viejos y rancios abolengos afamados por su precariedad humana. Otros lo son a fuerza de usar su inteligencia en proyectos extraviados de vida como el de hacer fortuna sacándole la vuelta al Estado, pelear la herencia de una desconocida tatarabuela, o instalarse a punta de recomiendas en la administración pública. Según argumentan, para sobrevivir, no hay nada mejor que una dependencia pública como el gobierno regional, el municipio o cualquier institución del Estado en donde se pueda holgar y poco trabajar. En política, como la ensalada y el camaleón, cambian de colores según la ocasión.

Sus mayores regocijos son el exprimir para demostrar su viveza. Cuando son enviados en viaje de comisión se contentan con una taza de quaquer y un pan con camote en cualquier esquina porque le son esquivos la decencia y la autoestima propia. Se les puede reconocer a distancia por sus inolvidables hábitos: coleccionan pancitos de jabón de hoteles baratos en donde apañan todo aquello que por flojera de la seguridad no tiene perno. Si usan corbata puede descubrirse su mal gasto en la torcida forma del nudo. Nunca usan calcetines blancos porque se nota el sucio. Cuando concurren a los centros comerciales usan las secadoras de manos para acariciar la testa. Son aquellos que llevan en los bolsillos un frasquito para llevarse el jabón lavamanos. Se sienten felices cuando roban tiras inmensas de papel higiénico que acomodan prolijamente en sus bolsillos para demostrar en el hogar que se puede omitir la compra de papel higiénico.

No usan zapatos de cuero pues prefieren los bambas del baratillo. Y en el restaurant miran con descaro lo que otros dejan y que ellos podrían engullir. ¡Que tal desperdicio!. Prorrumpen para consolarse. Su ideal de vida es aparecer en las páginas sociales del diario burgués para coronar de gloria familiar su existencia. Entonces recortan la foto y la guardan con mil dobleces en la cartera como testimonio de su perentoria instalación social. No van al cine prefieren las copias de cinco soles que prestan en todo el barrio. No soportan la vida sin sazonador y han perdido, hace tiempo, el genuino sabor de la naturaleza.

Son extremadamente cuidadosos para adquirir ediciones piratas con páginas ilegibles e incompletas porque son económicas. Como nunca abren los libros que compran nunca se dan cuenta de lo poco valioso que tienen. Al final atesoran nada en un librero de vidrio bajo siete llaves. En pedagogía no pasan de Vigotsky y Miguel Angel Cornejo. Están convencidos que su aspiración mayor en la vida es tener una maestría y un doctorado baratito con foto de despedida que colocarán en un lugar vistoso de la sala como indicativo de éxito. El diploma firme tardará mucho tiempo en llegar por lo complicado de la tesis y el examen de suficiencia en idiomas. De inglés saben lo que Magali Medina. ¿ What?

En los territorios de la moda no se hacen paltas prefieren lo pasadito de estación pero baratito. Se nutren de la oferta cuando acaba el verano. Prefieren la da lleva tres y paga dos. En el territorio de los aromas prefieren las alternativas o “exclusivas” imitaciones. Finalmente se deciden por el perfume que le regalaron por el día del padre al jefe para igualar su afán de oler rico por el mundo. Son adictos de la papa rellena, el tamal y el refresco embotellado de a quina. Los autos ajenos les causan rabia por lo que renunciando a sus aspiraciones motorizadas se contentan con una moto lineal o un mototaxi.

Cuando envejecen, que es lo inevitable, acuden a Finisterre o a las mortuorias Cruz de Chalpón, o Sueño Feliz de Camacho. Deliran entonces con el rezo de nueve días y la misa de mes con café ralo y pavo de corral para las amistades íntimas. Para el resto, el pueblo llano de perecidos, pollo convertido en hilos. En la medida de lo posible adquieren un nicho en vida con el que se encantan y acuden a limpiar como casa propia todos los domingos. Entonces deliran con la lápida de la Virgen del Carmen, el Señor de los Milagros, el Señor de la Misericordia o el Cautivito de Ayabaca. En su soledad interior, en verdad, imaginan los sopletes calcinantes y ardientes del infierno.

Sueñan y desean vivamente que un coro de rezadores los reciba en la puerta del Cementerio Metropolitano con la canción de Juan Gabriel que dice: “Pero como quisiera hay que tú vivieras/ que tus ojitos jamás se hubieran cerrado/nunca y estar mirándolos..” y que los buses de la UNP repletos de amigos y vecinos los acompañen hasta la última morada. En el lecho de muerte en donde finalmente acaban confesando sus peripecias por el planeta tierra. Viven arrepentidos de no haber sido auténticos en el amar y soñar. En haberse dejado seducir por ese oro de 14 y no por el de mayores kilates que es el de la dignidad humana.

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