Por: Miguel Godos Curay
No hay poema más hermoso, ni poeta más excelso que el que en su corta edad repite con la sonrisa en los labios: “Mamá”. No hay criatura más rica en la tierra que la que atesora con orgullo los logros de su vida por amor a su vieja linda. No hay fotografía con testimonio tan indeleble como la que perenniza con ella un momento para la eternidad. No hay estrellas tan altas y hermosas como sus ojos. Ni beso tan sublime, el que como un toque de Dios, se posa en sus labios. No hay caricias tan arrobadoras como las que con sobredosis de ternura salen de sus manos para velar los sueños de sus hijos. No hay libro más hermoso que el que tejen con urdimbre humana sus palabras.
No hay sabiduría tan honda como la que brota de sus canas. Ni bálsamo tan maravilloso como el que contienen sus lágrimas. No hay oración tan cercana a Dios como la que balbucean sus labios por el hijo ausente. Ni recado tan exquisito para disipar las preocupaciones cotidianas. No hay seguro tan efectivo para conjurar el olvido que su nombre. Ni hermosura tan incomparable como la que el tiempo deja en su rostro marchito. No hay Ministro de Economía que la iguale en el honesto reparto de lo poco que se tiene, ni Ministro de Salud con más logros efectivos por la salud pública. El Ministro de Educación tendría que consultarla para cambiar el rumbo de la escuela y el sindicato obstinado aprender de ella lo que es entrega. El Ministerio de Justicia realmente lo sería si sus justicieras sentencias fueran acatadas sin dilación. El propio Presidente debería hacer oídos a esa certera recomendación: la alimentación y la educación son primero.
No hay quien la iguale en la audacia humana de traer hijos al mundo. Ni soportando el dolor por dar la vida. No hay quien la condecore reconociendo su esfuerzo porque las ocho horas de trabajo son nada para quien con un desborde de energía humana realmente trabaja todo el día. No hay ordenador que se compare con su cerebro en donde la memoria genética explica sin vacilaciones el sentido de la existencia humana que no acaban de entender los sabios promotores del aborto. En amor nadie iguala su inconmensurable estatura. Machu Pichu y las siete maravillas de la tierra son apenas gigantes convertidos en enanos frente a la grandeza planetaria de su amor.
Su vientre es como hostia santa consagrada en el altar de la esperanza humana y si la tierra en su edad crítica se salva será por la nobleza reparadora de su esfuerzo. Sus recuerdos son un río desbordado de generosidad en donde las sonoras risas, celebrando los primeros pasos de los hijos, son como los meandros en los que se reproduce misteriosa la solidaria admiración. La ONU debería convocarla para sembrar la paz en la convulsa tierra. Los periodistas deberíamos aprender de ella el abecedario de la sinceridad para decir las cosas sin remilgos y no dorar la píldora con la mermelada pegajosa de la deshonestidad.
Si la mano que mece la cuna gobierna el mundo no hay razón para que los municipios, el gobierno regional y nacional no la llamen a ocupar un puesto en la gran responsabilidad de sacar adelante este país que teniendo todo no sabe conjugar los verbos: trabajar, educar, curar, defender y moralizar con todos sus pluscuamperfectos. En la propia universidad debería tener su cátedra abierta en esa no enseñada materia que se llama dignidad. Las propias fuerzas armadas dejarían de ser el inflado panetón de las derrotas conducidas por la potente jerarquía del amor que no tiene soldados rasos. Las propias empresas mineras serían mucho más equitativas en el reparto y contaminarían menos si se aplicara el canon del amor a la tierra conducido por esas viejas mamás de sustancia incorruptible. Hace poco se calló el Muro de Berlín y el comunismo. Hoy los propios seguidores de Mao son dialécticamente capitalistas. El propio Carlitos Marx se equivocó y debió realmente decir:“Madres del Mundo uníos”. La gran revolución no tiene tregua.
No hay poema más hermoso, ni poeta más excelso que el que en su corta edad repite con la sonrisa en los labios: “Mamá”. No hay criatura más rica en la tierra que la que atesora con orgullo los logros de su vida por amor a su vieja linda. No hay fotografía con testimonio tan indeleble como la que perenniza con ella un momento para la eternidad. No hay estrellas tan altas y hermosas como sus ojos. Ni beso tan sublime, el que como un toque de Dios, se posa en sus labios. No hay caricias tan arrobadoras como las que con sobredosis de ternura salen de sus manos para velar los sueños de sus hijos. No hay libro más hermoso que el que tejen con urdimbre humana sus palabras.
No hay sabiduría tan honda como la que brota de sus canas. Ni bálsamo tan maravilloso como el que contienen sus lágrimas. No hay oración tan cercana a Dios como la que balbucean sus labios por el hijo ausente. Ni recado tan exquisito para disipar las preocupaciones cotidianas. No hay seguro tan efectivo para conjurar el olvido que su nombre. Ni hermosura tan incomparable como la que el tiempo deja en su rostro marchito. No hay Ministro de Economía que la iguale en el honesto reparto de lo poco que se tiene, ni Ministro de Salud con más logros efectivos por la salud pública. El Ministro de Educación tendría que consultarla para cambiar el rumbo de la escuela y el sindicato obstinado aprender de ella lo que es entrega. El Ministerio de Justicia realmente lo sería si sus justicieras sentencias fueran acatadas sin dilación. El propio Presidente debería hacer oídos a esa certera recomendación: la alimentación y la educación son primero.
No hay quien la iguale en la audacia humana de traer hijos al mundo. Ni soportando el dolor por dar la vida. No hay quien la condecore reconociendo su esfuerzo porque las ocho horas de trabajo son nada para quien con un desborde de energía humana realmente trabaja todo el día. No hay ordenador que se compare con su cerebro en donde la memoria genética explica sin vacilaciones el sentido de la existencia humana que no acaban de entender los sabios promotores del aborto. En amor nadie iguala su inconmensurable estatura. Machu Pichu y las siete maravillas de la tierra son apenas gigantes convertidos en enanos frente a la grandeza planetaria de su amor.
Su vientre es como hostia santa consagrada en el altar de la esperanza humana y si la tierra en su edad crítica se salva será por la nobleza reparadora de su esfuerzo. Sus recuerdos son un río desbordado de generosidad en donde las sonoras risas, celebrando los primeros pasos de los hijos, son como los meandros en los que se reproduce misteriosa la solidaria admiración. La ONU debería convocarla para sembrar la paz en la convulsa tierra. Los periodistas deberíamos aprender de ella el abecedario de la sinceridad para decir las cosas sin remilgos y no dorar la píldora con la mermelada pegajosa de la deshonestidad.
Si la mano que mece la cuna gobierna el mundo no hay razón para que los municipios, el gobierno regional y nacional no la llamen a ocupar un puesto en la gran responsabilidad de sacar adelante este país que teniendo todo no sabe conjugar los verbos: trabajar, educar, curar, defender y moralizar con todos sus pluscuamperfectos. En la propia universidad debería tener su cátedra abierta en esa no enseñada materia que se llama dignidad. Las propias fuerzas armadas dejarían de ser el inflado panetón de las derrotas conducidas por la potente jerarquía del amor que no tiene soldados rasos. Las propias empresas mineras serían mucho más equitativas en el reparto y contaminarían menos si se aplicara el canon del amor a la tierra conducido por esas viejas mamás de sustancia incorruptible. Hace poco se calló el Muro de Berlín y el comunismo. Hoy los propios seguidores de Mao son dialécticamente capitalistas. El propio Carlitos Marx se equivocó y debió realmente decir:“Madres del Mundo uníos”. La gran revolución no tiene tregua.
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