domingo, 28 de agosto de 2011

MONSEÑOR TONDERO


Por: Miguel Godos Curay

Morropón, tiene un nombre curioso. Dicen que es el nombre de un ave que cuando anida conjura en un santiamén la sequía. Por eso los agricultores cuando lo contemplan en su raudo vuelo le dicen “Morro pon”. Ahí nació Monseñor Pablo Alvarado Arrate. En su propio decir “bajando de Pambarumbe”. Vio la primera luz en la mentada calle de Los Ángeles. Fue hijo de de don José del Carmen Alvarado Lamadrid y de doña Elvira Arrate Córdova, morropanos de pura cepa.

Según refieren, siendo churre, estando en la hamaca lo sorprendieron cara a cara con un macanche. El ofidio finalmente saltó sin hacerle daño a la criatura. Su padre maestro de Capilla le inspiró desde su niñez amor por la música. Pero ignorando su vocación le advirtió que un cantor de iglesia no puede andar haciendo gorgoritos y requiebros en los chicheríos. Los estudios religiosos en la secundaria los hizo en el seminario Santo Domingo Savio de Piura al lado de cultos y entusiastas sacerdotes salesianos. Sinesio López, quien también estuvo por estos predios espirituales evocaba el sonoro latín de los profesores y fragmentos de poemas de D’anunnzio. “La diestra espiritual sobre un salterio, / solemne y taciturna,/ una mujer vigila en el misterio / de la hora nocturna.

Pablo Alvarado, realizó luego estudios teológicos en el Seminario santo Toribio Mogrovejo (Lima). Posteriormente estudió pedagogía en la Escuela Normal Superior Guzmán y Valle. El entonces Obispo de Piura Monseñor Hinojosa Hurtado lo envió a la Universidad Católica de Chile. En 1963 viajó a Roma al seminario Pío Latino uno de sus recordados paisanos y más querido amigo fue el padre Eduardo Palacios Morey. Con quien fue testigo de las deliberaciones del Concilio Vaticano II. Luego continuaría por Madrid y luego de retornar al Perú.

Fue en la estancia europea en donde surgieron sus mejores composiciones musicales. Valses y tonderos, himnos y tonadas en las que estaba presente el Morropón de la ausencia. La música le brotaba del alma, con el solo golpe de las manos surgían las composiciones de la santa tierra. Tonderos y tristes que tarareaba con lágrimas en los ojos. Alguna vez en el atelier piurano de Engelberto Ramírez, contemple un retrato de Monseñor sonriente. En la tiniebla y con la luz de la vela le repliqué al artista “sólo falta que cante”- Y en efecto Monseñor tenía en sus oídos las tonalidades y los requiebros del tondero.

De Morropón es también Felipe Cossío del Pomar, nuestro insigne pintor de cuyo pincel brotaban angelitos de rostros mestizos y encarminados como los de los altares de los talladores indios. Al escritor Enrique López Albújar, que también vivió en estas tierras yungas, le brotaron historias surgidas en las noches de conversa de las bíblicas abuelas y los lances valerosos de los bravos.
Recuerda don Enrique que a toque de reloj marchaba con unción a recibir su ración de alimento intelectual en la escuela. Morropón era como hoy no un pueblo con escuela sino una escuela con pueblo. Anota el ilustre escritor: “Lindo pueblo, bravo pueblo, rico pueblo, tanto, que nunca le faltó pan para poner raya el hambre, para apostar sombrereadas de plata por un gallo de pela, regar puñadas de cuatros y pesetas en un golpe de arpa…” Monseñor tondero cerró sus ojos. “Ay tondero, ay tondero de mi tierra/ en mis venas, en mis venas vives tú”. Eternamente añado yo.

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