lunes, 10 de noviembre de 2008

LAS ANIMAS MILAGROSAS


Por: Miguel Godos Curay

Nuestros pueblos y villorrios están llenos de ánimas milagrosas que despiertan la devoción y la piedad de las gentes sencillas. Así en Chulucanas no hay feligrés que no haya colocado un cigarrillo encendido en el anónimo nicho de “la Turquita”. Una extraña gitana que murió cuando su tribu visitó la tierra de los mangos y los limones hace mucho tiempo. Camino a Huancabamba, en el kilómetro 55, está el soldadito desconocido al que los camioneros cada lunes colocan velas y flores. Otros le ofrendan tortas de canela y hasta aguardiente de caña. A él se encomiendan y le piden protección contra los salteadores que ahora abundan por los caminos de la sierra.

Mi padre, en Paita, arrojaba flores al mar porque sentía la presencia de los ahogaditos. Estaba convencido que lo acompañaban en la madrugada y marchaba seguro, por el largo trecho, hasta la zona industrial entre los grises farallones del puerto. Nunca enfrentó ningún percance al filo de la madrugada. Pero sus margaritas, que arrojaba al mar, eran infaltables todos los lunes. En Sullana, todas las tardes, es muy concurrida la peanita de Juan de Dios. Otro muerto milagroso que protege del infortunio a mototaxistas, vianderas y gente sencilla que ora ante él con envidiable fervor.

En Tumbes, entre las zarzas del camino a Zorritos está la tumba de “la chilenita” una mujer que fue encontrada muerta en el camino y en cuya blusa tenía como única seña el escudo de Chile. No había otra forma de identificarla. Aquí concurren los contrabandistas, comerciantes que vienen desde el Ecuador y hasta peloteros. Son personajes de leyenda que convocan un fervor profano y una confianza ciega en su intercesión. Se trata de un sincretismo y simbolismo al filo del cristianismo formal.

De los caminantes de la sierra aprendí a respetar los restos de animales muertos. Perros y caballos, cuya lealtad indoblegable, nos recuerda que la amistad es perdurable más allá de la muerte. A los perros hay que enterrarlos junto a un árbol al que con su carne sirvan de abono y su alma se consustancie con la naturaleza. Son criaturas de Dios y merecen respeto -me dijo un viejo arriero- que me transmitió un profundo cariño por los perros extintos que son distintos que los “perros muertos” de la mala fe y el avivato. Son almas que guían y protegen de eso estoy seguro.

Las cruces de cerro son también una bendición. Una crucesita en la punta del cerro salvó al pueblo de Morropón pues ahí una noche de tormenta calló un rayo cuyo impacto hubiese provocado destrucción en el pueblo. En el tablazo de Paita se venera con singular la devoción la “Cruz de Cisneros”. El tal Cisneros no fue ni un santo ni un fraile predicador del que se tenga memoria. Fabricio Cisneros fue un bandolero de la afamada Villa de Querecotillo que quedándole corto el camino tenía como escenarios de sus fechorías los caminos entre Macará y Tumbes.

Refiere López Albújar, en “Los Caballeros de Delito”, que andando Cisneros por Máncora le cayó en pleno cumpleaños a un tal Ruiz quien se defendió a balazos y logró capturarle. Conducido a Tangarará, el subprefecto de Paita Abelardo Garrido lo remitió a Paita custodiado por un capitán de gendarmes apellidado Matos quien no tuvo reparos en fusilarlo en pleno tablazo cerca al cementerio de Paita. Entregado el cuerpo a sus deudos éstos en represalia lo enterraron en el mismo lugar donde fue fusilado y en donde hoy se erige una capilla. Y por aquella tradición tan nuestra el que alguien fuera ladrón en vida no es impedimento para que más tarde se convierta en alma milagrosa en la muerte.
(Grabado José Guadalupe Posada)

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