sábado, 28 de noviembre de 2015

PELAO...PELAO...CON CUATRO PELITOS EN CADA LAO

Por: Miguel Godos Curay

Los abuelos son el tesoro más valioso de nuestras familias y nuestra sociedad
El abuelo José no tenía un pelo en su cabeza.  Y sonreía cuando sus nietos le decían al oído: “Pelao…pelao con cuatro pelitos en cada lao”. Vestía con ternos de drill blanco en cada festividad y beige todos los días del año. Nunca perdió  el lustre de sus zapatones de cuero negro. Los domingos concurría a la misa muy temprano y leía las páginas de La Industria para que lo escuchara como un pregonero de buenas nuevas.  Así me enseñó a deletrear los titulares del periódico. En las tardes cuando salía de la escuela me llevaba a recorrer el malecón y el muelle fiscal de Paita. De ahí partían los botes  con sus lamparines a la pesca de arenques frente a la playa de Colán.

Mi abuelo era zapatero remendón de oficio lo que no resentía su afecto por la lectura. Con sus leznas y suelas  reparaba los zapatos  de todos los vecinos. A veces del alcalde del pueblo, otras del subprefecto, otras del  policía municipal que recorría todo el mercado. Las prendas estimadas eran de los peloteros del barrio que convertían el calzado escolar en chimpunes. Entonces las mamás pedían cambio de media suela, refuerzo de los talones, zurcido de las grietas abiertas y parchado de huecos. Sus manos mágicas debían dejarlos como nuevos para continuar su trajín por el mundo. Él distinguía por sus pisadas y trancos a todos los habitantes del puerto de Paita al norte del Perú.
Los zapatos del Alcalde tenían desgastado el taco, los del Subprefecto pedían con  angustia reemplazo y estaban recocidos a mano. Los del señor Sears  del alto mando de la Policía Municipal despedían aroma de tinta negra de almendra. En algún momento fueron zapatos de oficial de la Armada Peruana pero  él los tiñó de negro brillante y con  el sonar de sus tacos saludaba a todo el mundo.

Mi abuelo José aprendió de su abuelo el oficio de zapatero. Cuando estaba alegre sonaba su martillo con su mágica musiquita para ablandar las suelas. Cuando escaseaba la tarea de clavos y leznas. Se entretenía con los cinturones y los aperos en la talabartería. Entonces incrustaba con primor remaches de plata de nueve décimos y estrellitas  para las sillas de montar caballo. Sus cinturones de cuero tenían una utilidad inimaginable. Servían como medida de longitud oportuna. En caso de urgencia  para ahuyentar  los perros. Algunos papás con su  sola presencia persuadían a los melindrosos a comer el puré de zapallo y el caldo de pata de toro  con garbanzos. Pero también para corregir las malacrianzas. Este era un escarmiento ingrato reservado sólo para los incorregibles y malvados.
Un primor eran los zapatitos de badana para los bebés, eran primorosamente delicados y con ojales y  brochecitos dorados. Mi abuelo decía: Son zapatitos de ángel y ellos acompañaban a los críos en sus sueños. Eran fabricados a pedido y la tarea empezaba dibujando una plantilla de cartón a la medida del piesecito. Eran cosidos  con paciencia en las noches de luna. Según mi abuelo para animar los sueños de los pequeñitos. Muchas veces, lo sorprendimos, en pleno sueño, con los zapatitos acabados en sus manos.  Su rostro era dulce y sobre su nariz aún pendían los espejuelos de vidrio grueso. Según su explicación las hadas madrinas le daban el toquecito final para poder entregarlos.

Los camioneros consideraban un portento el hallar un zapatito  de niño para colocarlo  del espejo retrovisor porque trae suerte. En cierta ocasión, después de una agotadora jornada de menudo trabajo, el abuelo con lágrimas besó los botines que tantas noches le habían quitado el sueño. Eran unos botines de cuero cabritilla de ojales de cobre. Cuando le pregunte a mi abuelo. ¿Abuelo por qué te entristeces  con esos botines nuevos? Me dijo son para un niño  que no puede caminar y su madre me ha pedido se los haga a la medida porque  ganas no le faltan de mover sus piernas enclenques.
Al día siguiente cuando al retornar de la escuela con curiosidad fui a mirar los botines del niñito triste. Y no los encontré en el aparador. Nadie supo darme razón hasta que retornó el abuelo. Según sus palabras los botincitos partieron hacia el hogar del niño en una hacienda vecina. Según me dijo, estos zapatitos  facilitarán al pequeño pueda dar sus primeros pasos y jugar a la ronda como todos los niños. Mi curiosidad se alimentó todos los días con la esperanza de que aquel niño triste pudiera ser feliz como todos los niños. Tanta era mi infantil curiosidad que imaginaba el rostro del pequeño. Corriendo en el patio de su escuela. ¿Cómo se llamaba es niño? ¿Por qué no podía caminar como todos los niños? ¿Cómo era?

Las conversaciones en los menesteres de la cocina de las tías hablaban de un pequeño que  había nacido tullido y sus piernecitas no podían sostenerse a consecuencia de la debilidad o de la polio.  El doctor le había recetado baños de arena caliente para tonificar los músculos y emplastos para recobrar la fuerza perdida. También le habían prescrito caldos de huevos de angelota y cabeza de albacora para la debilidad. Así pasaron los días y las noches sin noticias de la criatura.

El abuelo era un asiduo concurrente del cine Grau donde se proyectaban  películas los fines de semana. Nunca dijo no para llevarme al cine. En especial a los estrenos en blanco y negro de Tarzán. Para que la función no fuese aburrida llevaba un bolso de pasteles que gustaba compartir. Otras veces se dormía con sonoro ronquido. Cuando despertaba se inventaba los capítulos dejados de ver. De modo que su entendimiento de la serial le era singularmente propio.
El abuelo cumplía diariamente con el rito de afeitarse la barba espesa con la navaja. Entonces con pulso rejuvenecía. Algunas veces me jabonó al rostro con su espuma de jabón de Reuter rallado  y me decía: -Usted es ya un hombre- . En aquellos instantes con fervor multiplique mi admiración por su sentido tan intenso de la vida.

No puedo olvidar los trompos de zapote que me regaló en mi cumpleaños. Me dijo: “Da vueltas como la tierra”. Con su cuerda de pabilo aprendí a hacerlo bailar        sobre la tierra. En otras ocasiones me explicó el origen de las mareas y su relación con los ciclos lunares. “Al mar no hay que temerle porque su nombre es femenino”. Mi abuelo era amigo del chalanero Sabas y diligente me llevó a recorrer la bahía a fuerza de remo. Aquel día me sentí tripulante de las carabelas de Colón. Imaginé viajes por los siete mares, me sentí piloto de bajel pirata. Ahí estaba el abuelo dirigiendo con su vozarrón el navío. ¡Ojo al pito mano al breque! Ordenaba a todo pulmón. Así conocí al mar y aprendí a sentir devoción por el Almirante Grau. Otras veces recitaba los poemas de Rafael Alberti. “Branquias quisiera tener/ porque me quiero casar/ mi novia vive en el mar / y nunca la, puedo ver/.De    aquella tarde  de navegación nunca podré olvidarme. Sentí la misma emoción al contemplar el mar con los prismáticos. Antes mis ojos pelicanos, gaviotas, piqueros y guanayes  mostraban detalles de su vuelo en busca de peces. Ágiles lobos se sumergían y los bufeos corrían olas.  Mientras los botes al caer la noche retornaban con su pesca.
Gracias a mi abuelo crecí contemplando el mar. Todo lo aprendí de buena gana. Sabía amarrar anzuelos y ensartar los muy-muy como carnada. Aprendí a pescar, con paciencia, anguilas y cabrillitas. En las tardes cuando soplaba el viento de agosto era una diestro confeccionista de cometas que desafiaban los vientos. Con los cromos de viejas figuritas se sentía nuevamente niño y las golosinas le   fascinaban porque endulzaban la vida, las compraba en la confitería de don Francisco Ipanaqué por onzas. La felicidad soplaba por el lado del abuelo. Las clases en la escuela fiscal resultaban interminables frente a sus explicaciones prácticas y puntuales.

Una tarde rompió la monotonía de la entre siesta el niño de los botines con su madre. Carlitos, daba ya sus primeros pasos los  que completaría con un tratamiento  especializado en Lima. El niño parecía contento con sus progresos.  El demostrar el movimiento de sus extremidades era una señal  de que con una intervención quirúrgica él podría volver a caminar. La buena señora estaba agradecida. En una alforja había traído ciruelas y frutas de su huerta. El pequeño se acercó hasta mi abuelo y la extendió diciendo – Gracias don José- . Mi abuelo estaba emocionado y llegó a responder. “Ya verá usted como con la ciencia y su buena voluntad seguro que va a caminar y hasta jugar el fútbol”.La tertulia se prolongó con los recados de las tías. Carlitos, podía mover sus piernas con sumo cuidado y ensayar  sus pasos. No podré olvidar esta escena registrada como la cámara fotográfica del corazón, que detiene los más hermosos recuerdos de mi niñez. Muchos años después murió el abuelo. Su rostro era apacible. Como si en sus manos se hubiese posado la ternura de Dios.
(Cuento Finalista en el Concurso Mi Nieto y yo  promovido por SURA) 

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