jueves, 12 de mayo de 2022

MEMORIAL DEL CALLEJÓN Y LA OLLA

Por: Miguel Godos Curay

Paita, es un puerto de evocaciones entrañables. Sus callejones, costumbres y tradiciones son  recado de un pasado inolvidable. Lo son los sabores y delicias del muelle fiscal. Cebiches, atamalados y encebichados son expresión de una memorable y exquisita culinaria. Súmense los bollos (tamales verdes de pescado), la malarrabia, los chilcanos y sudados para chuparse los dedos. Mi abuela Pascuala freía pescado fresco, comprado en el zanjón, en un perol con manteca ardiente. Una delicia crocante. El pescado frito con pan caliente de los hornos de Cruz, Rosado, Cotos, Álvarez, Vallejos o Rogelio y un tazón de té. Era un reparador refrigerio. Nuestros panaderos de estirpe eran expertos en el francés, pan de huevo para ocasiones especiales, marraquetas, milanes, cachangas y empanadas. Una delicia porteña ingualable: las galletas de agua.  

El tradicional barrio de La Punta congregó cocineras de la vieja escuela como doña Paula Castillo La panameña y doña Barbarita, expertas en cebiches y picantes. Toda una técnica extraordinaria de sabores y aromas. Lo mejor de lo mejor. Hoy las cebicheras cotidianas tienen su plaza en el muelle fiscal a donde concurren diariamente. Su cebiche convoca obligados ingredientes: pescado fresco, limón de Chulucanas y ajíes, limo o rocoto. Se prepara al momento y es un plato para repetir. Excepcionales, son los cebiches de pulpo, calamar, conchas y percebes extraídos de los arrecifes de Yacila o la Islilla. La pesca artesanal surte y provee a las concurridas cebicherías.

Durante las noches de antaño las delicias eran el café pasado con butifarras de pavo o de puerco. Inolvidables:  La cigarrera con su lechón adobado y ají entre los dientes, el 007 y Takamura, con sus mesas esplendidas de chifles y pavo los fines de semana. Eran sabores incomparables por el aderezo y la selección del pavo criollo. El pavo blanquiñoso de granja no existía. Tampoco las pollerías hoy tan de moda. La vida cotidiana de Paita era un recorrido de sabores y tradiciones de la olla.

La cebichería es un espacio de encuentro social para degustar pescado sabroso y beber clarito o chicha. El sabor reconcentrado en la Peña de ladrillo y Requena siempre provistos con jarras tradicionales de barro y potos. El tiempo y los años dejaron indelebles recuerdos. Los sabores permanecen en la memoria. Acudir a estas peñas era ocasión para el reencuentro y la evocación.

Ocurre lo mismo con los refrescos y la raspadilla para suavizar los ardores del verano. Los jarabes de cola y tamarindo. La soya, la chicha morada y la colorida limonada helada para conjurar la sed. Hay una misteriosa soledad detenida en el tiempo.  La constelada reverberación de la luna en el mar. Y en plena noche escuchar los ¡viva el Apra! de Carlos puto o las notas de Noche de Ronda de Agustín Lara entonadas por el peluquero Kiko Silva en esa ebriedad de puerto que nunca ha de volver.

Vivíamos por aquel entonces en  Zepita 029 cerca al antiguo mercado con un intenso movimiento de vecinos. En las tardes pescado fresco y pan caliente en el Zanjón. En sus corredores descansaban su vaivén fatigado Pica, Cachema, Pingüino, Atarama, cargadores de carretilla y juglares de historias interminables. Eran los habitantes de este ajetreado rincón. Mi tía Eloísa vendía cerveza y preparaba comida para la ocasión. Por su negocio desfilaron personajes como el maestro de Capilla don Moisés Farfán. Al frente de la casa la Madrina Digna Carrasco, las Gómez con sus paredes tapizadas de historietas, el comerciante Calderón, los carpinteros don Pancho Flores y don Antonio Zapata, doña Julia venida de Catacaos. El chino Ayón  con su febril actividad en su camioneta repartiendo hielo. Picantera la negra Paulina, doña Martina con su anís, comerciantes los Benites y en la esquina el chino Felipe y su hijo Julio. En los altos el Kuomintang. No olvido el barrio en el que nací y sus personajes.

En plena madrugada Paita se mueve. Mototaxistas por todas partes movilizan la ciudad. El malecón, un rincón inolvidable para contemplar la bahía. El pasado de balcones, quinchas y yeso se desmorona. Las vecinas ya no preservan los viejos maderos de sus casas con petróleo. Todo envejece porque el tiempo pasado siempre fue mejor. Paita ha crecido en la parte alta, en el tablazo, hoy repartido por emergentes comunidades hace medio siglo no se tenía noticias de ellas. El tablazo tenía ayer condiciones excepcionales para un aeropuerto de intenso tráfico que conectara con el puerto marítimo. Hoy  el territorio se ha enajenado por la especulación inmobiliaria. Del Congorá proveedor de yeso y escenario de novelas no queda nada. De los arrieros de ayer y sus hatos de cabras no queda nada.

El recorrido del diablo por el tablazo ya nadie menciona. De la deslumbrante lucecita que atemorizaba a los conductores en la carretera nadie se acuerda. Nadie cosecha tunas ácidas y frescas en el Cerro azul. Ni la goma de los algarrobales del desierto para dar consistencia al fino yeso y repintar los viejos muros. Las noches de plenilunio de puro gozo en la contemplación de la luna que se mira en el espejo de azogue del mar. No queda sino repetir extasiados con el veneciano  Francesco Carletti: La luna de Paita y el sol de Colán.

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