Por: Miguel Godos Curay
El tradicional barrio de La Punta congregó cocineras de la vieja escuela como doña Paula Castillo La panameña y doña Barbarita, expertas en cebiches y picantes. Toda una técnica extraordinaria de sabores y aromas. Lo mejor de lo mejor. Hoy las cebicheras cotidianas tienen su plaza en el muelle fiscal a donde concurren diariamente. Su cebiche convoca obligados ingredientes: pescado fresco, limón de Chulucanas y ajíes, limo o rocoto. Se prepara al momento y es un plato para repetir. Excepcionales, son los cebiches de pulpo, calamar, conchas y percebes extraídos de los arrecifes de Yacila o la Islilla. La pesca artesanal surte y provee a las concurridas cebicherías.
Durante las noches de antaño
las delicias eran el café pasado con butifarras de pavo o de puerco.
Inolvidables: La cigarrera con su lechón
adobado y ají entre los dientes, el 007 y Takamura, con sus mesas esplendidas de
chifles y pavo los fines de semana. Eran sabores incomparables por el aderezo y
la selección del pavo criollo. El pavo blanquiñoso de granja no existía.
Tampoco las pollerías hoy tan de moda. La vida cotidiana de Paita era un
recorrido de sabores y tradiciones de la olla.
La cebichería es un espacio de
encuentro social para degustar pescado sabroso y beber clarito o chicha. El
sabor reconcentrado en la Peña de ladrillo y Requena siempre provistos con
jarras tradicionales de barro y potos. El tiempo y los años dejaron indelebles
recuerdos. Los sabores permanecen en la memoria. Acudir a estas peñas era
ocasión para el reencuentro y la evocación.
Ocurre lo mismo con los refrescos
y la raspadilla para suavizar los ardores del verano. Los jarabes de cola y
tamarindo. La soya, la chicha morada y la colorida limonada helada para
conjurar la sed. Hay una misteriosa soledad detenida en el tiempo. La constelada reverberación de la luna en el
mar. Y en plena noche escuchar los ¡viva el Apra! de Carlos puto o las notas de
Noche de Ronda de Agustín Lara entonadas por el peluquero Kiko Silva en esa
ebriedad de puerto que nunca ha de volver.
Vivíamos por aquel entonces en
Zepita 029 cerca al antiguo mercado con
un intenso movimiento de vecinos. En las tardes pescado fresco y pan caliente
en el Zanjón. En sus corredores descansaban su vaivén fatigado Pica, Cachema,
Pingüino, Atarama, cargadores de carretilla y juglares de historias
interminables. Eran los habitantes de este ajetreado rincón. Mi tía Eloísa vendía
cerveza y preparaba comida para la ocasión. Por su negocio desfilaron
personajes como el maestro de Capilla don Moisés Farfán. Al frente de la casa
la Madrina Digna Carrasco, las Gómez con sus paredes tapizadas de historietas,
el comerciante Calderón, los carpinteros don Pancho Flores y don Antonio
Zapata, doña Julia venida de Catacaos. El chino Ayón con su febril actividad en su camioneta
repartiendo hielo. Picantera la negra Paulina, doña Martina con su anís,
comerciantes los Benites y en la esquina el chino Felipe y su hijo Julio. En
los altos el Kuomintang. No olvido el barrio en el que nací y sus personajes.
En plena madrugada Paita se
mueve. Mototaxistas por todas partes movilizan la ciudad. El malecón, un rincón
inolvidable para contemplar la bahía. El pasado de balcones, quinchas y yeso se
desmorona. Las vecinas ya no preservan los viejos maderos de sus casas con petróleo.
Todo envejece porque el tiempo pasado siempre fue mejor. Paita ha crecido en la
parte alta, en el tablazo, hoy repartido por emergentes comunidades hace medio
siglo no se tenía noticias de ellas. El tablazo tenía ayer condiciones
excepcionales para un aeropuerto de intenso tráfico que conectara con el puerto
marítimo. Hoy el territorio se ha enajenado
por la especulación inmobiliaria. Del Congorá proveedor de yeso y escenario de
novelas no queda nada. De los arrieros de ayer y sus hatos de cabras no queda
nada.
El recorrido del diablo por el
tablazo ya nadie menciona. De la deslumbrante lucecita que atemorizaba a los
conductores en la carretera nadie se acuerda. Nadie cosecha tunas ácidas y frescas
en el Cerro azul. Ni la goma de los algarrobales del desierto para dar
consistencia al fino yeso y repintar los viejos muros. Las noches de plenilunio
de puro gozo en la contemplación de la luna que se mira en el espejo de azogue
del mar. No queda sino repetir extasiados con el veneciano Francesco Carletti: La luna de Paita y el sol
de Colán.
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