Por: Miguel Godos Curay
Conocí al maestro Héctor Castillo Moulet el primer día de clases en la entrañable
primaria de la Escuela 11 de Paita. De eso hace 55 años. La escuela era amplia
y espaciosa en un Paita que aún no había crecido explosivamente. Fueron mis maestras doña Anita Noblecilla, y
las siempre llenas de energía en las aulas doña Emma, Violeta y Elena Castillo
educadoras apasionadas que sabían con sutileza imponer el orden, la cortesía y
el respeto. La disciplina se cimentaba en la puntualidad y la oración diaria
antes de empezar labores. El director don Oscar Castaños Rivera era un motor
del orden y la disciplina. La 11 era una audacia pedagógica en donde uno de los
mayores atractivos eran los talleres de mecánica y carpintería conducidos por Eladio
Garrido y don Pedro Landa.
Esplendido era el auditorio para las actuaciones y representaciones teatrales
ensayadas todo el año en una saludable competencia entre las aulas. Los
educadores del 4to y 5to de primaria eran don Héctor Castillo Moulet, José
Eliseo Bernal García, Otilio Antón Chávez y Jorge Talledo Alvarado siempre con
asombrosas ideas como la práctica de la taxidermia, herbarios de la botánica de
la provincia, cartografía minuciosa y curiosidades históricas como la de
representar en miniatura la batalla de Ayacucho. Se aprendía por curiosidad. A
leer aprendimos en la pródiga y numerosa colección de comics de Bernal García a
cuya casa cerca a la plaza de armas acudíamos en pos de lectura ilustrada.
Otras veces nos sorprendieron con variantes
de las tablas aritméticas hasta el 25 cuando las que se vendían en el
mercado acababan en el 12. Los números, los sistemas de medida decimal y
medidas españolas nos volvieron diestros en arrobas, libras y onzas. Todos
tenían colecciones de caracolas y
productos del mar. Laboriosas y coloridas cometas. No faltaban las lecturas de
noticias en las páginas de La Industria y El Tiempo. Una genuina fiesta era el
cine escolar en donde disfrutamos de películas hoy parte del territorio de los
recuerdos inolvidables. Los tres Chiflados, Tarzán cuyos gritos en la selva
todos imitaban al unísono, los westerns en blanco y negro y la precursora magia
del color.
Algunas ocasiones por esas incompetencias del alquiler de películas, el
rollo final, lo pasaban primero y el primero en el intermedio y el segundo al
final. Aún recuerdo, que finalmente la serie se ordenaba en la cabeza de
los espectadores. Porque de acuerdo a los asombrosas opiniones el cine
es para inteligentes. De modo que el rompecabezas estaba resuelto. Esa misma
experiencia la viví más tarde en Santo Domingo en donde el cine era un rapto de
asombro y ensueño. La pasión de Cristo hacía llorar a los espectadores y el tren que marchaba raudo hacía correr a
los de la primera fila.
Encontré al doctor Castillo Moulet
como Decano de la Facultad de Educación de la Universidad Nacional de Piura. Un
maestro perenne, por heredad genética de los Castillo, al igual que don Luciano,
dedicados a ese menester humano tan sacrificado, tan dedicado al pensar, al
leer y escribir, al sentir a los alumnos como discípulos. Pese al paso del
tiempo lo encontré siempre en el ritual muy piurano de la pastaca del domingo
en el Café Central ahí concurría con puntualidad al disfrute del café dominical con su
familia. El domingo que pasó sentí su ausencia. No estaba en su rincón
preferido. Sentí ese conmovedor vacío del amigo que se fue y del maestro que
nutre las enseñanzas con su vida.
Fue un maestro dedicado a la academia con pasión por la formación de los
jóvenes educadores. Fue egresado de la Universidad Nacional Enrique Guzmán y
Valle donde realizó sus estudios de Licenciatura y Doctorado. Siempre puntual y
servicial. Su cosecha familiar es fructífera. Aún lo recuerdo en Paita en su
morada del jirón Bolívar de la punta. El ejercicio del magisterio requiere un
desprenderse de sí mismo. El sentir el asombro en cada momento y abrir los
recovecos del mundo para la comprensión profunda y el atisbo filosófico. Los
recuerdos de nuestra primera escuela se agolpan en el alma. Lo recuerdo con profunda gratitud
y cariño. No sólo por el vínculo porteño sino porque las lecciones imperecederas
son ejemplos vivos y recuerdos inolvidables de maestro.
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