Por: Miguel Godos Curay
Gustavo Rodríguez, Premio Alfaguara de Novela 2023, nos sorprende con
Cien Cuyes una novela amena y muy divertida inspirada en la soledad, desolación
y misterios de la longevidad, tránsito inevitable, próximo al fin de nuestros
días. Una especie de vacaciones eternas y sin retorno. Los desesperados
achaques de la soledad en la que nosotros los de ayer ya no son los mismos. El
deterioro empieza con los olvidos y las obsesionas en las que no recuerdas y recurres
a fórmulas curiosas para desterrar el olvido. Buscas y rebuscas en hatos de
recuerdos y asocias lo querido con lo grato e inolvidable. Lo ingrato no se
recuerda. La tercera edad es un paso obligatorio en la que los abuelos,
tristes, solos y abandonados, transcurren sus últimos días en los hogares y
asilos, en donde para comodidad de los hijos, son depositados porque no generan
incomodidad a nadie.
En el hogar familiar los abuelos han adquirido la categoría de estorbo.
Ocupan demasiado espacio. Lo único que interesa a los herederos es cobrar la
pensión convertida en un ingreso extra. Y el reparto póstumo de la herencia. El
titular siempre hasta el final recibe un sencillo. Y con austeridad estira la
precaria pensión.
La historia de Cien Cuyes se desliza
en un barrio residencial de Lima en donde
transcurre la existencia de doña Carmen quien necesita del apoyo de
Eufrasia quien se encarga de los trabajos domésticos. En el mismo edificio vive
el médico jubilado Jack Morrison, ateo confeso aficionado al jazz y al wisky.
Los abuelos del edificio han formado una familia que se autodenomina “Los siete
magnificos”. Su mayor preocupación existencial: “ninguno de nosotros va a morir
solo”.
Quienes desarrollaron hábitos asombrosos como la lectura leen todo cuanto
pueden. Los melómanos reconstruyen su vida con su música favorita. Los
coleccionistas se extasían con sus piezas favoritas y afortunadas buscando
quién pueda acoger sin remilgos su legado. Generalmente las cosas de viejo no
interesan a nadie. Todo lo que se considera inútil se pierde. Los libros se
amontonan en los triciclos de los ropavejeros. Y las fotos de los abuelos van a
parar al tacho de basura.
El distanciamiento de la familia y la soledad van por el mismo camino.
Los recuerdos ocupan buena parte del tiempo cuando la memoria no se llena de
lagunas y ausencia de recuerdos. El otro extremo es el Alzheimer que borra el
disco duro y lo deja limpio. Es una muerte en vida desoladora y terrible. El
adulto mayor vive de sus recuerdos ejercitando la memoria por eso conversa,
escribe y construye su historia. También sufre cuando sus recuerdos evocan
afectos, fragmentos de esa felicidad perdida. Con el paso del tiempo se disloca
el sueño. Las noches transcurren en vela. En este insoportable quehacer.
Cien cuyes, muestra este itinerario de abuelos olvidados que llevan
cuenta matemática de las ausencias y sienten que llegó el momento final. Unos
se asoman al prodigio de la pantalla del cine. Otros conversan y saborean el
wisky que los acompañó en sus mejores momentos.
Insomnes recuerdan paso a paso su vida terrenal, las gratitudes y las
ingratitudes, las delicias y las amarguras de la vida. Como en la historia de
Miguel Delibes, la hija roja, marca el final de la cajita de tabaco. El fin de
la existencia.
Un asilo es un hogar forzoso en donde los abuelos no causan molestias a
las familias las que en los primeros episodios los visitaba con frecuencia pero
de pronto se pierden en el olvido. Entonces las soledades se hacen compañía.
Nadie los visita. Las cartas y las llamadas lejanas nunca llegan. La eventual
compañía de otros alivia en parte este exilio. Todos los males se juntan los
infartos, los derrames, los traumas y golpes, los defectos insoportables, el
cáncer terminal, la angustia existencial todo se agolpa. Y el Alzheimer.
En Cien Cuyes Eufrasia es la grata asistente compañera de los viejos con
un sentido pragmático de la existencia y con una sutileza muy humana
conjuradora de tristezas. Nicolás, su hijo, ávido lector de cuentos es el
sentido de su vida. Su hermana Merta es enfermera. Ambas vinieron de Simbal en
la sierra de Trujillo. En Lima se dedicaron al empleo doméstico en residencias
de ancianos ahí se familiarizaron con su cuidado, sus rutinas cotidianas y
evocaciones sentidas de sus vidas. Su
visión del mundo se mezcla con la contemplación del mar y esa arquitectura
moderna que finalmente lo cubre todo por el crecimiento desaforado a las torres
de concreto. La vida transcurre entre películas inolvidables, música del
recuerdo, antojos y brindis con vinos y tragos guardados esperando la mejor
ocasión. Las ausencias inevitables menudean. Y hasta esas decisiones póstumas
utilizando una combi Volkswagen a la que se le ha dotado de una manguera que
facilite la concentración del monóxido para convertirla en una cámara de gas.
Estalla sorpresivamente la realidad ante una decisión póstuma, arrebato de
dignidad, unánime, íntima y personal.
Gustavo Rodríguez (Lima,1968) ha asumido con
coraje un tópico profundamente humano del que nadie puede sustraerse. Cien
cuyes, se lee de un tirón y nos deja esa purificada sensación de recado de
ternura que siempre acompaña a nuestros viejos. Anteriormente publicó las
novelas La risa de tu madre, La semana tiene siete mujeres, Cocinero en su
tinta, República de la papaya, Te escribí mañana y el volumen
narrativo Trece mentiras cortas. Ahora mismo, a las 4.00 en punto sentimos ese paso inevitable que nos depara
la existencia.
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