domingo, 3 de marzo de 2019

LOS 58 DE LA UNP


Por: Miguel Godos Curay

Tener 58 años es asomarse  a la edad madura. La   madurez es una edad excepcional en la que se deja de ser joven pero no se ha llegado aún a la vejez. Repite al oído Antonio Machado: “y  al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”  La vida misma tiene  ese atributo misterioso de poblarse de recuerdos e inolvidables experiencias. Buenas o malas. Gratas e ingratas como cúmulo de lluvia amenazante. De visiones de futuro, de luchas, de aspiraciones irrenunciables, caminos trazados, sueños cumplidos y hasta yerros consentidos.

La edad de la universidad, la academia, es similar pero no es igual a la edad humana. Es la suma de los logros de sus integrantes que cumplen de modo entrañable e insoportable su periplo vital. Los profesores como las buenas semillas, nacen, crecen se reproducen y  mueren. Es el ciclo de la vida inevitable. La eternidad gozosa y placentera es convicción íntima y personal.  Las instituciones perviven y desbordan los naturales límites de la existencia castigada por los arrebatos de la enfermedad y el dolor.  La vida académica -advierte el poeta- es andar haciendo caminos, caminos sobre la mar. Y la mar hoy de aguas tibias también se agita y enfría golpeando los grises farallones donde habitan con una inconsolable lealtad sindical los percebes. No temen a los bramidos de la ola violenta y autoritaria. Cuando los golpea el agua fría y la espuma  se divierten con serenidad madura.

La universidad agita las conciencias frente a esa tibieza terrible: el no hacer nada. La indiferencia  es esa vocación contumaz de la bíblica higuera maldita. La universidad sin confrontación de ideas es aburrida y monótona. Despojada de diferencias es una cofradía de estultos. La diferencia, la marca distintiva, nace en la lectura crítica y en el debate abierto. En  ese encuentro de  los que saben y los que aprenden. Donde no tiene  lugar la estafa de la ausencia. Roland Barthes, señala claramente que en un primer momento el profesor enseña lo que aprendió en los libros. Conocimiento efímero que contrasta con la experiencia propia y construye el edificio de su propio saber. Para más tarde demolerlo y construir nuevo conocimiento. El conocimiento estacionado es chatarra académica, fruslería  inútil. Instrumento inofensivo de cambio. Podría tomarse como una vía para el que empieza a caminar pero el desarrollo intelectual no es toda la vida en andador.

Es un movimiento indetenible del querer, el poder y el deber. Y a la universidad hay que amarla como a esa madre querendona que nos llena toda la vida de consejos, de pedidos y de reclamos. El querer es convicción pura pero devoción serena a la verdad. Es pasión químicamente pura. Los desapasionados son la comodidad incomoda  y muelle del cojín. Viven pero no producen. Respiran, se mueven pero no cogitan. El pensar estremece lo más profundo del ser. El no ser es la insondable nada.

El poder es la voluntad en movimiento que construye y hace. El deshacer es una perversión. Es el derribar  lo poco que se tiene para la indigencia absoluta. Destejer lo que se teje con mucho esfuerzo para la inaudita presunción. El deber es la obligación ética  ineludible: la razón de la existencia.  Es la conciencia moral que obliga y el desoírla agravia al bien común. El inmoral transgrede los mandatos de conciencia. Hace lo que no debe a sabiendas. El que omite el deber en perjuicio de otros.  Al amoral le resbalan las obligaciones. No tienen ética. Su vida es la de un semáforo moral sin luces. Una estupenda existencia animal sometida al instinto y a una visión contrahecha de la libertad. El latino Horacio hablaba del aurea mediocritas de esa vehemente aspiración a ser mediocre. La mediocridad es la ordinaria falta de aspiraciones y propósitos. El genuino sentido de la libertad, sustento de la autonomía universitaria, es la obligación de ser mejores.

La universidad no es en definitiva un casco de cemento. Si fuese así sería un nicho gigantesco en donde reposa el conocimiento humano. No es así. La universidad requiere de un ambiente propicio y decente en donde es posible la comunidad viva de ideas, de pensamientos, de indagación metódica inagotable. Así se hace ciencia con conciencia. Lo otro, la cotidiana rutina  es más de lo mismo. Lejos de la cogitación que rompe la conformidad y la transforma.

Las universidades como los árboles valen por los frutos que producen. Son como los algarrobos del campus cuyas vainas nadie recoge. Son el símbolo que habla sin palabras.. Pero que pueden oír y leer los que sueñan despiertos, los que son capaces de convertir la basura en hermosura, y descubren colores que el propio arco iris no conoce. O como diría Galeano “crean palabras, para que no sean mudas la realidad ni su memoria”.   Esos frutos en algún momento verdes maduran y nos enaltecen. Científicos, humanistas, tecnólogos, hombres y mujeres de la administración, la jardinería y el aseo son los componentes de la Alma Mater.

Miguel Maticorena Estrada, historiador piurano e insigne sanmarquino, advertía que la gran cosecha de la universidad son los libros que produce, edita y publica. La vida académica estéril adquiere las dimensiones de un analfabetismo funcional. El saber leer y no leer, el saber escribir y no escribir. El saber pensar y paralizarse en el silencio siniestro. La academia se ilumina con el vigor el pensamiento, se robustece con el diálogo abierto en las aulas. La actitud crítica es ingrediente fundamental para la construcción del consenso. La academia como construcción humana se renueva, le es consustancial el cambio. La evolución no se detiene nunca en el cultivo inteligente.

Dice el Guadeamus Igitur,  ingrediente del ceremonial latino en una de sus estrofas, que nadie entiende pero oye con respeto:  “Viva la universidad /vivan los profesores./ Vivan todos y cada uno / de sus miembros,/resplandezcan siempre”. El verbo resplandecer viene del latino resplendescĕre. Que en su primera acepción significa: Despedir rayos de luz. En la segunda: Sobresalir, aventajarse en algo. En la tercera: Reflejar gran alegría o satisfacción. En buena cuenta 58 años de vida y esplendor de la UNP son siempre un motivo de orgullo, regocijo y justicia.
                

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