Por: Miguel Godos Curay
Tener 58 años es
asomarse a la edad madura. La madurez
es una edad excepcional en la que se deja de ser joven pero no se ha llegado aún
a la vejez. Repite al oído Antonio Machado: “y al volver la vista atrás se ve la senda que
nunca se ha de volver a pisar” La vida
misma tiene ese atributo misterioso de
poblarse de recuerdos e inolvidables experiencias. Buenas o malas. Gratas e
ingratas como cúmulo de lluvia amenazante. De visiones de futuro, de luchas, de
aspiraciones irrenunciables, caminos trazados, sueños cumplidos y hasta yerros
consentidos.
La edad de la universidad,
la academia, es similar pero no es igual a la edad humana. Es la suma de los
logros de sus integrantes que cumplen de modo entrañable e insoportable su
periplo vital. Los profesores como las buenas semillas, nacen, crecen se reproducen
y mueren. Es el ciclo de la vida
inevitable. La eternidad gozosa y placentera es convicción íntima y personal. Las instituciones perviven y desbordan los
naturales límites de la existencia castigada por los arrebatos de la enfermedad
y el dolor. La vida académica -advierte
el poeta- es andar haciendo caminos, caminos sobre la mar. Y la mar hoy de
aguas tibias también se agita y enfría golpeando los grises farallones donde
habitan con una inconsolable lealtad sindical los percebes. No temen a los
bramidos de la ola violenta y autoritaria. Cuando los golpea el agua fría y la
espuma se divierten con serenidad
madura.
La universidad agita las
conciencias frente a esa tibieza terrible: el no hacer nada. La
indiferencia es esa vocación contumaz de
la bíblica higuera maldita. La universidad sin confrontación de ideas es
aburrida y monótona. Despojada de diferencias es una cofradía de estultos. La
diferencia, la marca distintiva, nace en la lectura crítica y en el debate
abierto. En ese encuentro de los que saben y los que aprenden. Donde no
tiene lugar la estafa de la ausencia. Roland
Barthes, señala claramente que en un primer momento el profesor enseña lo que
aprendió en los libros. Conocimiento efímero que contrasta con la experiencia
propia y construye el edificio de su propio saber. Para más tarde demolerlo y construir
nuevo conocimiento. El conocimiento estacionado es chatarra académica, fruslería
inútil. Instrumento inofensivo de
cambio. Podría tomarse como una vía para el que empieza a caminar pero el
desarrollo intelectual no es toda la vida en andador.
Es un movimiento indetenible
del querer, el poder y el deber. Y a la universidad hay que amarla como a esa
madre querendona que nos llena toda la vida de consejos, de pedidos y de
reclamos. El querer es convicción pura pero devoción serena a la verdad. Es
pasión químicamente pura. Los desapasionados son la comodidad incomoda y muelle del cojín. Viven pero no producen.
Respiran, se mueven pero no cogitan. El pensar estremece lo más profundo del
ser. El no ser es la insondable nada.
El poder es la voluntad en
movimiento que construye y hace. El deshacer es una perversión. Es el derribar lo poco que se tiene para la indigencia absoluta.
Destejer lo que se teje con mucho esfuerzo para la inaudita presunción. El
deber es la obligación ética ineludible:
la razón de la existencia. Es la
conciencia moral que obliga y el desoírla agravia al bien común. El inmoral
transgrede los mandatos de conciencia. Hace lo que no debe a sabiendas. El que
omite el deber en perjuicio de otros. Al
amoral le resbalan las obligaciones. No tienen ética. Su vida es la de un
semáforo moral sin luces. Una estupenda existencia animal sometida al instinto
y a una visión contrahecha de la libertad. El latino Horacio hablaba del aurea
mediocritas de esa vehemente aspiración a ser mediocre. La mediocridad es la
ordinaria falta de aspiraciones y propósitos. El genuino sentido de la libertad,
sustento de la autonomía universitaria, es la obligación de ser mejores.
La universidad no es en
definitiva un casco de cemento. Si fuese así sería un nicho gigantesco en donde
reposa el conocimiento humano. No es así. La universidad requiere de un
ambiente propicio y decente en donde es posible la comunidad viva de ideas, de
pensamientos, de indagación metódica inagotable. Así se hace ciencia con
conciencia. Lo otro, la cotidiana rutina
es más de lo mismo. Lejos de la cogitación que rompe la conformidad y la
transforma.
Las universidades como los
árboles valen por los frutos que producen. Son como los algarrobos del campus
cuyas vainas nadie recoge. Son el símbolo que habla sin palabras.. Pero que
pueden oír y leer los que sueñan despiertos, los que son capaces de convertir
la basura en hermosura, y descubren colores que el propio arco iris no conoce.
O como diría Galeano “crean palabras, para que no sean mudas la realidad ni su
memoria”. Esos frutos en algún momento verdes maduran y
nos enaltecen. Científicos, humanistas, tecnólogos, hombres y mujeres de la
administración, la jardinería y el aseo son los componentes de la Alma Mater.
Miguel Maticorena Estrada,
historiador piurano e insigne sanmarquino, advertía que la gran cosecha de la
universidad son los libros que produce, edita y publica. La vida académica
estéril adquiere las dimensiones de un analfabetismo funcional. El saber leer y
no leer, el saber escribir y no escribir. El saber pensar y paralizarse en el
silencio siniestro. La academia se ilumina con el vigor el pensamiento, se
robustece con el diálogo abierto en las aulas. La actitud crítica es ingrediente
fundamental para la construcción del consenso. La academia como construcción
humana se renueva, le es consustancial el cambio. La evolución no se detiene
nunca en el cultivo inteligente.
Dice el Guadeamus Igitur, ingrediente del ceremonial latino en una de
sus estrofas, que nadie entiende pero oye con respeto: “Viva la universidad /vivan los profesores./ Vivan
todos y cada uno / de sus miembros,/resplandezcan siempre”. El verbo resplandecer
viene del latino resplendescĕre. Que en su primera acepción significa: Despedir rayos de luz. En la segunda: Sobresalir, aventajarse en algo.
En la tercera: Reflejar gran alegría o satisfacción.
En buena cuenta 58 años de vida y esplendor de la UNP son siempre un motivo de
orgullo, regocijo y justicia.
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