“La luna de Paita y el sol
de Colán” es un inolvidable decir en Paita. La repetían mis abuelos como si fuera parte del
silabario. La frase la acuñó con gentil admiración el florentino Franesco Carletti en su libro de crónicas “Mi viaje alrededor
del mundo (1596-1606)”. Carletti se
quedó lelo con la sorprendente belleza
lunar en el plenilunio y dejo expresa constancia de lo que vio. La luna
da en Paita mayor luz que en cualquier otra parte del mundo. En efecto, Paita
es un puerto lunar. Con los movimientos de la luna se ordenan las mareas y cada
uno de los actos de la vida misma de sus pobladores.
El paisaje lunar en Paita tiene una extraordinaria belleza según el testimonio del mercante florentino Francesco Carletti |
En luna llena don Pedro
Vargas, “el sombrerón” con diestra maestría, mentol y manteca de macho trataba
fracturas mal soldadas con pericia de entendido traumatólogo. De su sabiduría
dan fe los porteños que acudían a su rancho del jirón Alianza. Doña Hermelinda
Villacrez, una sabia partera, acomodaba
nonatos hasta la culminación feliz del parto. No existían las ecografías ni las
prestobarbas, los pañales descartables que exigen hoy a las parturientas. Bastaba
con una tijera Solingen Germany de fino
acero, pabilo encerado para atar el ombligo, jabón de pepa, agua tibia, una
vieja estampa de San Ramón Nonato para acompañar el trabajo de parto y el
Calendario Bristol para bautizar como buen cristiano al recién nacido.
El nombre, para gracia o
para sorna, era como la marca de fábrica. Los Juanes, los Josés, los Migueles y los Abrahames abundaban
en mi añeja tribu. Las Isabeles,
las Rebecas, las Mercedes y las Petronas en la rama femenina. Mi abuelo José se
hubiese muerto de infarto con esos retorcidos reveses semánticos que son los
nombres hoy de moda como Doogy (perrito), Chester (queso), Brayan (fortachón),
Pool (pisicina), entre muchos otros alejados del santoral. De acuerdo al mandato
familiar, la cristiana costumbre es la de dar a cada recién nacido un santo de
cabecera. La ausencia de santidad es una desgracia insoportable. El santo del
día estaba registrado en el Almanaque Bristol infaltable en el hogar. En el
Bristol aparecían las lunas crecientes y menguantes, los cuartos, las lunas
nuevas y llenas. Todas marcadas con lápiz por las escrupulosas abuelas
soberanas del detalle.
La vida doméstica tenía un
sorprendente orden en donde se cumplía estrictamente con las fiestas de guardar
y los ayunos de la cuaresma. Hoy no, la orgía perpetua, el desenfreno, el poco aprecio de sí mismo han
hecho añicos la vieja tradición. Aún recuerdo las previsiones humanas que anticipaban las noches de luna llena. Junto a la cama de los
epilépticos no faltaba un acero protector, una tijera bajo la almohada. Y cinchas
fuertes para los perturbados mentales. Los locos de mi pueblo este día podían
perpetrar hazañas inolvidables como el pasearse desnudos por toda la ciudad y a
su paso eran invisibles porque nadie recordaba lo acontecido en plenilunio. Se
alejaba de los obsesivos toda clase de pastillas, cuerdas
y venenos. Se imposibilitaba a toda costa se produjera un suicidio.
Pasada la luna llena volvía
la calma. La tranquilidad apacible del mar. La serenidad trastornada por el
magnetismo lunar. Aún recuerdo, como se esperaba la luna llena para recortar la
cola a las mascotas finas, capar a los berracos,
elaborar la tinta china con anilina para que no se corte, el charol con
gomalaca, alcohol y trementina para devolver la lozanía a los viejos muebles.
La luna llena alunaba a los amantes y descosía a manos llenas las pasiones
intensas. Entonces las viejas cuidaban a las mozas inquietas en previsión de la
incursión furtiva de pretendientes no consentidos. Así era la vida lunar del puerto.
Y las noches de luna leía
insomne frente al ventanal del malecón doña Ventura Artadi. Leer era entonces un
oficio prohibido para los lancheros del puerto pero contra todos los
pronósticos despertaron a la lectura con kilos de chistes alquilados en los
kioskos de don Jorgito o don Polito. Otros los más cultos leían Life, Bohemia y
el Reader´s Digest. Aún saboreo el
tamarindo con cola de las raspadillas convidadas por viejos iletrados que
querían desentrañar los parlamentos de las historietas de Mandrake, Memín y
Dick Tracy. Los ojos alucinados de los viejos sentían la misma emoción de los
niños con la lectura en voz alta. Las angustias y los pesares de la familia se
resolvían con la baraja española. La interpretación de los sueños persistentes
y la espera sin angustias de la muerte.
Así era ese irrepetible
mundo lunar en donde las tijeras, el pan de azufre, el alcanfor, el
jabón de
pepa, el alumbre, el bicarbonato, el carbón, el vinagre de piña, la leche
magnesia y el kerosene resolvían todos los problemas de la casa. El mayor tesoro un viejo prismático, una lupa
y un potente imán para rascar la arena. Una vieja caracola de galápagos bajo la
cama para escuchar el mar cuando te provoque. Y contemplar la luna de plata
sobre los grises farallones iluminados. Aún recuerdo la delegación de
profesores de Baltimore University detenido el bus contemplando la belleza
lunar hasta el éxtasis en el tablazo de Paita. Esa balbuceada sensación de
atisbo de la belleza. El memorial de Lorca esa pasión inextinguible entre la
luna y los gitanos. En el Romancero gitano que empieza con el Romance de la
luna, luna. El poeta la menciona 33 veces. Once en el romance esplendido que empieza
con estos versos: “La luna vino a la fragua/con su polisón de nardos. / El niño
la mira mira. /El niño la está mirando”. La invocación indeleble dice: “Huye
luna, luna, luna./ Si vinieran los gitanos,/harían con tu corazón/collares y
anillos blancos.”
Pero la luna es espejo de la
luz solar. Tiene las veleidades y los caprichos de la mirada a sí mismo. Luna
de vida y luna de la muerte. En Paita los huesos duelen con la luna y para
aliviar los achaques se cubren los espejos. En el mundo andino quechua la Mama Quilla, es la compañera de Inti, el
sol, la luna es femenina. Anne Marie Hocquenghem, advierte que en los
adoratorios costeros la luna es masculino y la fascinación de su culto es un
misterio que oscila entre la vida y la muerte. La luna habita la noche y la
puebla de fantasmagorías, simbolismos y recuerdos. La preciosa señora de
Guadalupe la tiene a sus pies. No es casual que el topónimo
México -en náhuatl “Metz – xic – co” – signifique “en el centro de la luna”. La luna en la cosmogonía
popular es símbolo de fecundidad, nacimiento, vida, fertilidad de las madres y
fecundidad de la tierra. Recorro en la noche de luna los desvencijados
callejones del puerto y la voz del
caminante dice en la noche. Luna, lunera…ojos azules boca morena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario