Juan José Godos Atoche y Miguel Godos Curay. Padre e hijo. |
Por:
Miguel Godos Curay
No
le agradaban a mi padre los diminutivos, la impuntualidad, los trabajos a medio
hacer, la descortesía, el mal gusto, los olvidos como estrategia de la mentira,
la desesperanza, las lamentaciones , las deudas impagadas, la
irresponsabilidad, la falta de lectura, la ingratitud, el desafecto, los
políticos de todo pelaje mucho ruido y pocas nueces, las promesas incumplidas,
la tristeza, la huachafería, el desaseo, los cebiches sin ají, los tamales
verdes de pescado sin aderezo, los platillos sin sabor, el olvido para con Dios
en todas sus formas, los zapatos sucios, el café ralo.
No
era un predicador de admoniciones sino un señor dueño de sus actos. A todos nos
inculcó la pasión por el reloj pulsera. Conservaba su reloj en la relojera y su
más delicioso regalo al final de la secundaria fue un reloj Olma a cuerda.
Después se convirtió en proveedor de libros, diarios y revistas. Por él
llegaron a mis manos numerosos ejemplares de Life y de la revista cubana
Bohemia de 1960. Años después en 1995 tuve el regusto de conocer a Enrique de
la Osa, su director. De la Osa amigo personal de Haya de la Torre y de Felipe
Cossío del Pomar estuvo en Piura para el centenario de Haya. Le impresionó la
abundancia del mercado lo dejó sin aliento la mendicidad infantil y el desorden.
Se emocionó cuando le dije que lo había leído hace mucho tiempo.
Mi
padre era memorioso y un gran alfarero de sus sueños. Las sinuosidades de la
vida y el festín de las argollas a lo largo de su vida no socavaron ni un
milímetro su insobornable lealtad con sus hijos. Aún lo recordamos extenuado
por las malas noches, fiel a sus interminables tazas de café retinto. Otras
ocasiones devolvía con paños de trementina la vida a viejos discos de carbón.
Parco en el hablar y en el comer, un sibarita a su modo. Conocía los
incomparables sabores de la albacora, el pez espada, las anguilas, el toyo, las
cachemas y caballas. En las temporadas de cierre y desempleo se convertía en
pintor de brocha gorda, en otras un acucioso guardián y minucioso almacenero.
En casa un ángel guardián de alas invisibles.
Un
viejo de conversación amable, curiosa y poblada de itinerarios y misterios. Por
él visitamos en la factoría del ferrocarril a Juan Dioses, a don Félix
Rodríguez un diestro y noble mecánico que conocía de memoria los engranajes del
reloj genovés de la torre de San Francisco de Paita. Sus innumerable historias
porteñas no dejaron de ser muy exquisitas y cotejadas con la historia eran
evidencias del pasado. Por él y sus entrañables conversaciones encontramos los
libros autografiados de José Santos Chocano a don Antonio de Lama en la
biblioteca municipal de Paita.
No
escribió como nosotros pero sus palabras y su ternura resultan intensamente
inolvidables. En su humildad y sencillez nos hizo grandes. En sus palabras se robusteció
la lógica para dar certeras e impecables respuestas. Sus frutos son como los
mangos deliciosos, inolvidables. Sin defectos hubiese resultado inhumano e
incompleto. Pero fue un ser de esos que habitan en la memoria y en el corazón
cotidianamente como la estrella que marca rumbos, como aspiración vital que se
crea y recrea como agua fresca en la sed, como palabra que resuena en la
inocultable soledad.
Aún
recuerdo cuando cumplió medio siglo de matrimonio. Se le ocurrió ir caminando
de casa a la iglesia, acompañado por una banda de músicos que exultante le dio
brillo y alegría. Tenía la mirada alegre e irrepetible y no tuvo gesto más
noble que el de compartir un cebiche porteño con sus hijos, recorrió lugares y
escenarios dio su propia interpretación a los saltos de progreso. En sus noches
insomnes se revelaron sus ruegos y oraciones. Y con audífonos puestos colocados
por sus nietos sonrió apacible poco antes de partir. Su ausencia fue
inesperada. Sentí la misma sensación reconfortante de mirar con detalle una
película en blanco y negro en el Cine Fox de Paita. Sentí su vida como esos
filmes inolvidables en donde los buenos arrancan aplausos frente a las alevosas
cobardías de los arrogantes y poderosos. Lo recuerdo con admiración y gratitud.
Amaba a los perros como a sí mismo. Es mi héroe personal un baluarte de decoro
y dignidad que a pesar de los años me nutre con caricias de bondad.
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