El cambio climático provoca inusuales lluvias que afectan a los piuranos |
Por:
Miguel Godos Curay
Decían
nuestros abuelos: ¡lluvias en abril, lluvias mil! La frase alude a la primavera
en España en la que suele llover. Lluvias sin turbulencia pero en abundancia.
En América se emplea la frase para mencionar a las lluvias repentinas,
inusuales y copiosas fuera de la estación. En efecto, la lluviecita de ayer nos
ha demostrado en carne propia que no hemos aprendido la lección. Aniegos, lodo,
basura remojada, lagunas y con esa sensación cruda e ingenua de no entender las
perturbaciones que provoca el cambio climático. La misma desazón en los
corredores intransitables. Salva el capote, por lo poco bien hecho, la avenida
Progreso de Castilla. En el resto de la ciudad la misma vieja y tantas veces
repetida historia. La ciudad no tiene sistemas eficientes de drenaje. Y en las
obras de rehabilitación y reconstrucción más negligencias por lo mismo.
Los
drenes que atraviesan la ciudad están colmatados de basura y como en apariencia
el año es seco la prevención es tarea de última hora. La moneda tiene dos
caras. Una la de los agricultores angustiados por la falta de agua y la otra la
de los que miran el cielo con un injustificado temor al agua, a los truenos y
rayos que ahora impactan en las inmediaciones de nuestras capitales rurales. El
sonsonete de la lluvia sobre la calamina en los ranchos de los asentamientos
humanos provoca desazón y miedo. Las goteras señalan las negligencias. En
cualquier momento nubes de zancudos mortificarán a los vecinos como si Nergal
el dios babilónico de las plagas hubiese establecido residencia en Piura.
Noches de mosquiteros y zumbidos.
Llueve
en la sierra, como de costumbre, porque acaba el invierno. Siempre llovió en
abril en Morropón, Ayabaca y Huancabamba. Sucede que hoy los pobladores andinos
pertrechados de celulares registran los diluvios andinos que impresionan a los
costeños. En realidad son lluvias de la estación a vísperas del verano que se
avecina pleno de sol y de abundantes naranjas y choclos para los tamales.
Durante la temporada pluvial se organizaban las mingas comunales para abrir los
caminos y trochas a punta de brazos, barretones y lampas.
Hoy
no, el sentido del trabajo comunal se pervirtió cuando se empezó a pagar
alimentos por trabajo y jornales por cuadrillas. Entonces las nóminas de
voluntarios se convirtieron en planillas donde aparecieron jornaleros
fantasmas. La minga ya no existe socavada por el asistencialismo y esos
subsidios directos al consumo de cerveza y prósperos negocios de la usura.
Hablar de la minga como trabajo comunal para el desarrollo de los pueblos es un
viejo relato de otros tiempos. Hoy con la plata baila el mono.
Como
consecuencia de la lluvia Piura tiene nuevamente llagas en carne viva. Basta
recorrer la urbanización Miraflores o abordar un bus para darnos cuenta de la
penitencia diaria de todos los piuranos. Ignoramos si será un buen ejercicio
colocar al gobernador regional y consejeros en pleno en un bus para recorrer la
ciudad de cabo a rabo. El experimento debería incluir alcaldes y regidores. En
Piura, existe la sensación que las autoridades elegidas por el pueblo viven en
la nube de la presunción. Se confunde autoridad con la indiferente levedad de
quienes viven en la irrealidad absoluta.
Desconocemos
si el alcalde y los regidores han realizado en lo que va de su gestión algún
nutritivo tour ahí donde las papas queman. Es posible, de hacerlo, que sus
actitudes cambien para bien. La gobernabilidad, cualidad de gobernable, exige
tener los pies bien puestos sobre la tierra. Y una sensible preocupación para
anteponer el bien común al bien personal. Cuando estos factores se invierten la
consecuencia es tener autoridades para el escaparate, la notoriedad, el
calentamiento de la silla y ojos cerrados al pueblo. No se necesita encuestas
para medir la aprobación o desaprobación de nuestras autoridades. La
insatisfacción flota en el aire, en el descontento colectivo, en esa rabia
interior que cuando se convierte en palabras no deja títere con cabeza. El
estado de ánimo de un pueblo es un espejo del desaliento y la decepción frente
a las promesas incumplidas de sus gobernantes.
A
estas alturas las lluvias son como una sutil llamada de atención existencial
que nos recuerda lo mal que estamos. Abandonados a la rutina de la monotonía
circular como el burro de la noria. Como advierte Sartori: “Porque un pueblo
soberano que no sabe nada de política ¿es soberano? ¿Qué puede nacer de la
nada? O de otra manera: de la nada nace el caos.” (1) El ciudadano ignorante en
política no tiene capacidad de reclamo a sus autoridades. No fiscaliza, no
exige, no vigila. En Grecia en la que la ciudadanía animaba los debates en el
ágora. Y en donde a través de la doxa (opinión) expresaba su parecer sobre los
acontecimientos públicos. Persuadir y ser persuadido es una condición esencial
del debate. Pero hay quienes se desentienden de este atributo cardinal de la
vida ciudadana. Bien porque se desentienden de sus obligaciones ciudadanas,
bien porque aborrecen la política. En el mundo egeo se les llamaba idiotás.
Porque el vivir en una ciudad sin ejercitar la ciudadanía es una especie
insoportable de idiotez.
La
lluvia tiene el vigor del agua que refresca y aplaca la sed de los campos. Es
la vida que se expande en múltiples formas. Reverdecen los terrales
polvorientos y el vaho húmedo se apodera de las habitaciones y los libros. Como
ayer gotas de lluvia caen sobre mi cabeza esto no significa que debemos
quedarnos paralizados ante quienes no son capaces de vislumbrar un mejor final
para la historia.
(1)SARTORI
Giovanni, Homo videns La sociedad teledirigida, Editorial Taurus, México,
Segunda edición: 2001.
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