sábado, 29 de mayo de 2010

LAS CIENCIAS NO MUERDEN


Por: Miguel Godos Curay

El pánico emocional a las ciencias habita en nuestras escuelas. El temor a los números y a la experimentación y exploración del mundo físico ha convertido los microscopios, telescopios, los prismáticos en objetos decorativos en las aulas. Tampoco los docentes se empeñan en despertar en sus discípulos esa curiosidad por la observación. Sólo se dedican a cumplir con un remedo de experimentación conforme a un programa poco estimulante para el aprendizaje. Se experimenta en la pizarra. Los más aprovechados contemplan las experiencias de otros en Internet.

Los cinco sentidos de los niños y jóvenes están en la plenitud de su capacidad de contemplar y admirar el mundo y el encierro casi penitenciario del aula impide la expansión de la capacidad inteligente. Samuel Robinson (Simón Rodríguez) abrió los ojos del joven Simón Bolívar, con quien habían fallado los métodos pedagógicos populares en su tiempo, para conducirlo a una admiración de la naturaleza trepado en los árboles, observando el maravilloso espectáculo del cielo estrellado. Recorriendo las orillas del mar. Observando el comportamiento de la república de las abejas. Escudriñándolo todo. Interrogando todo.

Si lo propio de la naturaleza del niño es el movimiento. ¿Tiene sentido ese afán cuadriculado de prohibir al niño que se mueva?. ¿Tienen justificación acaso el “Niño …No hagas”, “ Niño… no juegues”, “ Niño no grites”. Una escuela que prohíbe el hacer. Más tarde censura a una sociedad de pusilánimes, insensibles por el arte y la cultura. Una escuela que educa en el conformismo se queja más tarde que no existen inconformistas capaces de liderar grandes cambios. Una escuela en la que la enseñanza religiosa se refocila en un Dios que le duele todo y convierte la oración en un monólogo. Cuestiona más tarde el agotamiento del diálogo continuo con Dios y del uso decorativo de las biblias que finalmente nunca se leen. Y en dónde se confunde a los ángeles custodios con Pokemones y los Simpsons.

Un defecto de los piuranos es el andar mirando el suelo para buscar una peseta y por ello les duele la cerviz ( “cerviz levantó dice el himno…”) y son incapaces de contemplar el cielo. Se pierden el espectáculo del día, la noche y el mapa celeste. No miran de frente y poco a poco, por temor, tienen la sonrisa esquiva. Como no amamos los números desconocemos la extensión territorial de Piura. Mucho menos su población, los volúmenes de su producción y ni siquiera las distancias en nuestro basto territorio. Por eso somos desmedidos en el gasto. Y gastamos más de lo que racionalmente debemos gastar. No nos gustan los números y nos dan pánico las estadísticas que miden el éxito o fracaso en las gestiones públicas. Cualquier funcionario público podría corroborar este aserto. Pues nadie recuerda donde se le afloja pita.

En esta fractura escolar hemos inducido en los estudiantes a la errónea y peregrina idea de que las ciencias muerden y no es así. No hemos vinculado los números, la física, la astronomía, la biología y a la ecología con nuestra vida. Decimos que somos pródigos en riqueza pero no tenemos ni el remoto conocimiento de cómo esta se produce. Hablamos de gastar el Canon petrolero. Pero no conocemos como se formaron los depósitos de hidrocarburos. Hablamos de fosfatos pero no conocemos qué es el fósforo y cómo los sedimentos marinos son hoy una riqueza a punto de explotarse

Recorremos el litoral pero nuestros estudiantes no vislumbran el ecosistema marino. Y un profesor de biología no tiene un elemental conocimiento de cómo se captura un calamar gigante. Muchos de nuestros estudiantes de la sierra de Huancabamba, Ayabaca y Morropón no conocen el mar. Igualmente la mayor parte de los alumnos de los asentamientos humanos desconoce lo que cuesta producir un metro cúbico de agua potable en Piura. Y después nos quejamos de que haya hurtos inimaginables y que las amas de casa se solacen regando a manguerazo limpio arenales inhóspitos.

¿Cómo vamos a exigir a nuestros estudiantes respeten las áreas verdes si pocos son los colegios que tienen jardines y clavelitos? ¿Cómo vamos a combatir el dengue? Si desconocemos cómo se propaga el vector y mientras la epidemia se extiende en la escuela se habla del vacilo de Koch porque no hay una sintonía entre lo que se dice y finalmente se hace. Igual sucede con los cursos que fomentan el civismo, el arte y el deporte. La educación cívica abre los ojos de los estudiantes al elenco de derechos y deberes ciudadanos que más tarde les permiten participar en la vida pública. Convertida la evaluación de civismo en un levanta piernas en un desfile. No nos quejemos después de la mala calidad de alcaldes, regidores, consejeros y candidatos que tenemos.

El deporte en la escuela es un estímulo para la competencia. No es un match interminable en el que transcurre, sin efecto formativo, una hora de educación física. El deporte prepara a los jóvenes para los desafíos de la convivencia. Y no en una descarga de las contenidas emociones violentas. La enseñanza del arte, con contadas excepciones como las de los hermanos Aquino, muchas veces se reduce a un dibujo libre en dónde se ignora el sentido de los cánones artísticos. Tampoco se valora el sentido profundo de la música. La formación musical. El reconocer el buen canto de la huachafería. Y después nos quejamos del mal gusto en el vestir y el abandono de la higiene personal en nuestros adolescentes. Sumemos a ello el descuido negligente de los locales escolares. El pintarrajeo rabioso del mobiliario y las letrinas alrededor de los colegios. ¿Quién sanciona a los promotores de grupos musicales de las empapeladas grotescas a los locales escolares? ¿Dónde está la autoridad?.

Propongo un debate sobre la escuela pública que no sea más de lo mismo. Y en donde se puede mirar con objetividad el Índice de Desarrollo Humano (IDH). Y en donde no nos consolemos con el maquillaje estadístico de la disminución del número de analfabetos. Analfabetos funcionales tenemos por cientos y miles hasta en las propias universidades e integrando la legión de docentes. Porque los que saben leer y no leen son una legión tan numerosa como un nubarrón de mosquitos propagadores del dengue. Igual sucede con los temerosos de la ciencia. La ciencia despercude, cuestiona, critica y desbarata los argumentos que no son argumentos. Y nos permite mirar a las cosas en su justa dimensión. La ciencia cambia la vida de las personas. Nadie que ame la ciencia permitiría que una cucaracha o un roedor nos gobierne.

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