domingo, 9 de mayo de 2010

COMULGANDO CON MAMA


Miguel Godos Curay

Confieso que en la vida me he topado con extraordinarias experiencias humanas de mamá. Cuando debutaba como periodista en Correo una de mis comisiones fue la de concurrir al asilo de ancianos en la colorida celebración del Día de la Madre. Una de las alegres abuelas que disfrutaba del homenaje sacó de su boca un caramelo y me lo ofreció. Créanme que sentí un profundo estremecimiento humano. Un cierto reparo. Un antiséptico temor a la saliva de la viejita. Pero la ancianita cuya conmovedora soledad provocaba lágrimas porque nadie acudía a visitarla. Me dejó sin alternativa y acepté el caramelo. Créanme fue una comunión sin hostia inolvidable. Toda mi existencia se convirtió en una vibración de ternura. De adhesión humana. Cuando llegué al periódico Renán Estrada, el director, me preguntó cómo me había ido en mi comisión y le relaté con pormenores lo acontecido. Me pidió que escribiera mi experiencia humana. Por pudor. La escribo después de treinta años y en homenaje a mi madre.

Doña Hilda Valdiviezo de Fernández es una mamá de “acero inoxidable”. Se quedó viuda muy joven lo que no fue ningún impedimento para que sacara adelante a su numerosa prole. Con su difunto esposo aprendió los secretos de la fotografía. Recorrió caminos, aprendió en vivo y en directo lo que la vida dura enseña. Lejos de endurecérsele el corazón se convirtió en una piscina olímpica de ternura. Cuando el hambre le tocaba la puerta puso en práctica sus cursos intensivos de sobrevivencia. Y descubrió el maravilloso don de la fe y de la palabra. Su cátedra de amor humano tiene envidiables resultados que ya quisiera tener la academia. Ella enseña a los que la escuela ya no puede enseñar. Ella destapa a los tapados y descubre sus capacidades humanas.

Para doña Hilda la Teoría de la Inteligencias Múltiples no hace sino validar lo que aplica hace mucho tiempo. Para enseñar a niños ciegos se vendó los ojos y aprendió Braille. Sus manos crean y recrean porque no haya cachivache que en sus dedos no pueda ser reciclado. La vida la ha golpeado peor que canilla de futbolista. Pero ahí está con esa inextinguible fe que mueve el corazón de las madres y sólo se detiene para leer pasajes del Evangelio y bendecir a manos llenas a quienes se acercan a su casa. Esta zamba recia manos de ángel. Tiene el cielo en su sonrisa. El secreto del educar está en el amar.

La maestra Isilda, vivía camino a la Estación del Ferrocarril en la calle Independencia de Paita. Los lentes con los que leía de cabo a rabo La Industria eran heredad de su madre. Era alta como un pino y leve como un comino. Siempre vestía de negro y tenía una voz sonora para cantar a viva voz las tablas aritméticas. Una estaca en su corral poblado de macetas de cunas del niño y diamelas marcaba con prontitud la hora. Se sabía el recorrido del sol de memoria y las quinchas de la escuela tapizadas con páginas de la revista Life eran una curiosidad para todos los niños. Una de sus tareas diarias era el maíz tostado que molía con azúcar rubia y que los alumnos disfrutaban. Los cucuruchos de mashca eran un tributo querendón a la infancia. Para la maestra Isilda la oración era una obligación diaria y el respeto a la madre un mandamiento. Aún la recuerdo releyendo vejas postales enviadas por sus hijos vaporinos que mano en mano de sus párvulos permitían recorrer en postales descoloridas y olorosas a Naftalina: San Diego, Shangay, Hong Kong , Portugal, La Habana, Valparaíso, Marsella y hasta la sede del Papado. El sábado víspera del día de las madres. Nos peinaba con gomina y nos condecoraba con una flor roja elaborada con primor por sus manos que orgullosos lucíamos en el pecho.

Mis abuelas eran personajes de cuento. Recuerdo a mi abuela Pascuala friendo pescado en un perol sobre un fogón. Su oído estaba siempre atento al reloj de la Iglesia San Francisco de Paita. Mi abuela Juana tenía los ojos zarcos y el refranero en la punta de la lengua. Conocía las propiedades de las hierbas y en todo momento tenía la memoria puesta en sus hijos. Mi madre bien podría aparecer como mi hermana. Lo que ella sabe, que es enorme, lo aprendió en un tiempo en que se creía que la educación no era buena para la mujer. Su corazón es infinito. Sus hijos somos su apuesta y vive pendiente de las angustias de cada uno. Todo lo que tengo se lo debo a ella y a mi esposa. Mi pasión irrefrenable por la lectura se lo debo a ella. A mi mujer le agradezco esa actitud maternal y amorosa cuando compro un libro. No me pone reparos cuando lo hago y comparte mis deseos. Se que este es un recado de corazón para todas las madres las ausentes y las que están aquí. Ellas se merecen un océano de gratitud. Una lágrima de madre es una gota imperceptible y diminuta pero en la que se oculta toda la inmensidad de Dios.

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