Por: Miguel Godos Curay
Penitentes peregrinos marchan hincando codos en el suelo en pos de un encuentro
con la devoción a la Merced. (Foto Trome)
Nuevamente los caminos se llenan de peregrinos a Paita y Ayabaca. Son devotos fervorosos los que con humilde gratitud recorren santuarios y acompañan procesiones fieles a la tradición. Lo hacen a pie desafiando el frío y la fatiga. En los caminos se dan la mano pues a su entender son una especie de atletas de Dios y no se detienen porque los músculos se enfrían y las ampollas en los pies cansados se convierten en llagas. Según su propia confesión llevan la mente y el corazón puestos en la devoción a la Virgen de las Mercedes o al Cautivo de Ayabaca. Su fe es humilde y transparente como sus ofrendas. Siguen el hilo de la tradición y no se extravían porque preservan en sus valores y creencias transmitidas de generación en generación.
Vienen de pueblos lejanos y
aldeas sacudidas por la pandemia. Llegar a Paita o a Ayabaca es un genuino
desafío para cada uno de ellos lo dicen en sus cantos acompañados de quenas de
carrizo, tamboriles y maracas de calabaza y en sus propios ritos de
ofrecimiento. La ofrende personal es la “promesa” por un milagro concedido.
Unos peregrinan cinco a diez años. Otros toda su vida “mientras tenga vida y
salud”. Otros entregan a sus hijos como viva ofrenda a Dios.
Muchos no entienden el sentido
de este sacrificio inexplorado que funde las viejas tradiciones rituales
andinas con el misticismo cristiano y católico. Imploran por la salud, el
perdón, el ingreso a la universidad de mi hijo, el trabajo en tiempos de crisis
y la conversión personal que representa un cambio de vida radical. El mundo de
la creencia es profundo pues tiene ápices del evangelio, tradiciones y
devociones que son parte de ese atajo de conversión y cambio.
Bien puede interpretarse este
caminar como una búsqueda, como el trajín y fatiga del pueblo elegido en pos de
Dios liberador. Sus cantos no son otra cosa que alegorías teológicas con
significados profundos. La sociología, aún no se adentra a estas expresiones
del fervor popular que a su metódico pero superficial entender arrastran las
mismas perversiones fanáticas de las mesnadas de cruzados y fervorosos
conversos de la Edad Media en pleno siglo XXI.
Pese a que la iglesia no
rechaza estas expresiones de fervor popular. Existe una diferenciación abierta
entre este atletismo gozoso de caminatas interminables y la conversión personal
que busca la palabra en los evangelios, el cambio de vida y la transformación
personal. Un cambio radical que fructifica en los vínculos familiares, en el
acercamiento a la práctica eficaz de la iglesia sacramental y el sentido
liberador del evangelio.
La conversión personal no es
un baño purificador de agua bendita sino un cambio de vida. Una apuesta por la vida
digna de un cristiano en la plenitud de su fe. El cambio importa renuncia en un
extremo a todo aquello que como una traba impide el ser mejores en el ámbito social,
humano y cristiano. La fe mueve montañas y también corazones que apuestan por
una vida mejor visible en el abandono de las malas prácticas y una nueva
apuesta por la educación, el trabajo y el acceso a mejores condiciones de vida.
La fe crea y recrea, convierte la tierra estéril en propicia para la siembra de
valores y logros en apariencia imposibles.
La religiosidad popular no se
comprende sin adentrar en las expresiones profundas de las creencias andinas,
los ritos de adoración y temor a la naturaleza. El cristianismo tiene
significaciones rituales profundas, busca en su esencialidad, no sólo la
conversión personal sino marcar distancia con el pecado que perturba la amistad
con Dios. Cristo congrega a la familia, la enriquece y la fortalece en su
necesidad. Una colorida efigie del Corazón de Jesús o una repisa convertida en
el altar familiar tiene un significado enorme en la familia creyente. No se
trata de una idolatría mendaz sino de una conexión visible con sus creencias.
El esfuerzo por construir una familia integrada a su vocación religiosa. La
religión no es el opio del pueblo. Ni una adormidera que impide ver los
contornos de la realidad. Es la inserción de Dios en la vida misma. No es un
perder el tiempo es ganarlo a la posibilidad de un logro futuro.
La metáfora del peregrino que
camina al encuentro de María o de Jesús significa un dirigirse a Dios por un
camino seguro con un fervor incomprendido pero transparente. Este pueblo que
camina es el mismo que espera un trato humano digno por parte del gobierno. Es
un pueblo que anhela servicios fundamentales de calidad a la salud, la
educación y a la vivienda. Más que subsidios y bonos perentorios requiere un
empleo digno y decoroso. No se trata de una utopía inalcanzable sino la
conquista de los habitantes de la ciudad de Dios agustiniana. No existe fe sin
justicia y sin libertad. Sin el
cumplimiento de los derechos fundamentales. Por eso es necesario un civismo
crítico que acuse y señale las lesiones a la ley y el abuso del poder en todas
sus formas.
Dios no nos quiere aplastados
y abusados, sin derecho a la vida
y al decoro. Dios nos quiere dignos,
ciudadanos capaces de exigir lo que por justicia y derecho nos corresponde.
Dios nos quiere firmes e insobornables contra la corrupción, la mentira y el
dispendio público. El sentido cristiano de la libertad importa su defensa
irrestricta y el ejercicio activo de la ciudadanía. La vida cívica no es
atributo privativo de los demagogos y políticos. Es un derecho humano elemental
soporte de la política y la ética social. Cuando un cristiano levanta la mano
para denunciar tiene la certeza que defiende el bien común atributo de su
dignidad. Señala Adela Cortina que nos ha tocado vivir un tiempo duro de
desprecio al pobre. La aporofobia como ella la define. No es otra cosa que la
insensibilidad social y el desprecio a la vida humana. El capital más valioso
de este pueblo creyente es su fe. Ante ella se desmoronan las apariencias de la
antiséptica racionalidad del alcohol en gel que borra las huellas de las manos.
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