Por: Miguel Godos Curay
Los
tiempos de pandemia son duros, desgarradores y desoladores, pero al mismo
tiempo reflexivos. Nada volverá a ser lo mismo. Hemos retornado al útero familiar.
Vivimos un momento esquizofrénico, en permanente
tensión, con impactos en los vínculos familiares, en las decisiones de
gobernantes y gobernados, en la educación con un nuevo paradigma, la
virtualidad. Estamos en una evaluación permanente de nuestra capacidad
colectiva de enfrentar los problemas. Asumir los retos fiscales, superar las
brechas producto de la desigualdad. La angustia por disponer de un stock de
vacunas afecta a la población. Frente a la incertidumbre y la frustración
emerge la explicación irracional, el miedo y la desinformación.
Los
protocolos sanitarios se invalidan continuamente a medida que el mal nos
aplasta. Los remedios de ayer son los venenos de hoy. La economía como el
cangrejo retrocede. La educación virtual no funciona sin una urgente
digitalización inclusiva. Sin herramientas tecnológicas poco o nada pueden
hacer los que menos tienen. La distribución mundial de vacunas es un espejo de
la desigualdad planetaria. La crisis afecta la gobernabilidad sobre todo cuando
erróneamente se embarga información que debe ser conocida por todos en materia
de economía, letalidad y debilidad de los sistemas de salud pública.
La
única alternativa viable para salir de la crisis es la confianza ciudadana y la
solidaridad promovidas por líderes responsables que antepongan a sus intereses
personales el interés colectivo de las mayorías afectadas. La primera acepción
de confianza es la de: “Esperanza firme que se tiene de alguien o algo”. La
confianza no es éter es una certeza en el bien no en el mal y el engaño. Por
eso la mentira, la falsa promesa y la demagogia aniquilan la confianza.
Por
eso, cuando el mensaje político se traslada a la mecedora se pierde la
confianza y crece la incredulidad exacerbada por la crisis. El Covid19 no sólo
afecta al cuerpo también nuestra capacidad de integración social, provoca una
descomposición de las familias desnuda la pobreza, altera nuestro ritmo de
vida. Mientras unos celebran con disipación la liberación del confinamiento
otros mueren en abandono y soledad. Los vehementes afanes de progreso familiar
se debilitan hasta la peor de las indiferencias y la apatía.
La
salud mental se alimenta de pesimismo; una mezcla explosiva es la actitud
displicente de los gobernantes y la creciente corrupción. Mientras en el Perú
la Ministra de Salud advierte que por razones de seguridad (¿?) no se divulgan
los contratos con los proveedores de vacunas. Los mismos se divulgan, por la
prensa Argentina, como documentos leoninos en los que se renuncia a la soberanía
nacional y al legítimo derecho de las mayorías. La descarada impresión es que
los contratos se suscribieron bajo la mesa en la sombra y en la ineptitud
negociadora.
Resulta
inaudito que el Defensor del Pueblo Carlos Camargo sostenga que no tiene las
herramientas legales para impulsar el programa de Ollas Comunes cuando ya desde
1983 Violeta Correa de Belaunde, a consecuencia de las inundaciones del norte
del Perú, impulsó un programa eficiente de cocinas familiares que resolvieron
el hambre de poblaciones inermes con el combustible de la solidaridad humana.
El gobierno proporcionaba ollas y cocinas. Algunas empresas privadas alimentos,
pollo y pescado. La comunidad la mano de
obra. En Piura y en el Bajo Piura los Comedores Familiares prestaron un gran
auxilio en la lucha contra el hambre. La experiencia de ayer puede ser hoy
replicada en sectores populosos afectados por el desempleo y la necesidad en la
pandemia.
La
economía está afectada por la baja productividad y el desempleo. La economía
formal busca una ventana de escape en la economía informal que elude la presión
tributaria y alienta la evasión fiscal. La pobreza crece y aumenta la
precariedad. Según la CEPAL hemos retrocedido una década. La protección social
se debilita por los impactos impredecibles de la pandemia. El desencanto social
de los jóvenes gatilla frustraciones y la tentación de salidas fáciles. El
acaparamiento de las vacunas responde a un modelo extractivista que hace de la
pandemia una posibilidad de negocio. El pensar en la adquisición de vacunas como
actividad privativa del Estado es una premisa falsa. El sector privado, a toda
costa más expeditivo que el Estado trabado por torpes burocracias puede
contribuir a que se expandan los beneficios de la inmunización a sectores no
atendidos.
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