Por: Miguel Godos Curay
La muerte de Colón, oleo de Ignacio Merino Muñoz (1817-1876)La
señora muerte es parte de esa invisible prolongación familiar. Nos acompaña
siempre. Como dice el poeta del prerrenacimiento: “Nuestras vidas son los ríos/
que va a dar a la mar/ que es el morir…” En el imaginario popular tiene una categoría
extraordinaria. Cuando alguien muere se coloca un vaso con agua en un rincón de
su casa y el mismo se evapora misteriosamente. El rito dura nueve días de rezos
y plegarias por el descanso de su alma.
En
Santo Domingo (Morropón) al filo de la madrugada y frente al resplandor de las
velas, en pleno velorio, se entona la Salve de las vacas que recuerda el pasaje
bíblico del mendigo Lázaro que ansiaba saciarse con las migajas del espléndido
banquete del rico epulón. Muerto el mendigo fue llevado por los ángeles ante Abraham.
El rico en su triste final invocaba a Abraham
envíe a Lázaro para que moje su dedo en agua y le refresque en su
indecible tormento. En la sierra de Piura las exequias y el acompañamiento se
realiza en medio de una ofrenda de granos arrojados a lo largo del camino.
Nuestros
caminos están poblados de cruces, peanas y recordatorios de veneración a animas
prodigiosas producto de percances carreteros o en lugares inhóspitos en donde el
destino arrebató una vida. La memoria reconstruye los escenarios trágicos,
historias y provocadores recuerdos que comparten los viajeros y trajinantes. En
esta legión de desgracias puras están una racha de accidentes.
En
La Huaca (Paita) se venera año a año a las “ánimas descarriladas”. Un 12 de
enero de 1886, entre las haciendas “La Chira” y “Valdivia” se descarriló un
tren que cubría la ruta Paita-Sullana conduciendo tropas. Entrada la noche, el
tren por no atropellar a un toro que descansaba entre los rieles salió fuera de
la vía. Cuatro oficiales y dieciocho soldados perecieron en el acto y otros 46
quedaron malheridos gravemente. Desde entonces se recuerda a las inocentes
víctimas en una capilla erigida en su memoria.
El
itinerario de la muerte reúne percances de todo tipo: suicidios con finales
conmovedores como la del aplicado estudiante de leyes al que le llegó la falsa
noticia de la muerte de su prometida. Presa de dolor y desolación se produjo el
suicidio del enamorado hasta el tuétano dejando en la infinita soledad a la
consorte. Últimamente se ha incrementado la estadística de suicidas
adolescentes aturdidos por las reprimendas y los bajos rendimientos en las
clases virtuales. El aislamiento angustia, perturba y enajena. El deterioro de
la salud mental en menores no es un juego.
En
Piura, los muertos “penan” y son objeto de la piedad popular. Para muchos las benditas
ánimas del purgatorio por la excepcionalidad
de su condición brindan protección a quien ofrece ruegos por su descanso
eterno. Las penas son parte de las variadas formas en
las que se hace sentir el más allá. Ruidos, apariciones, movimientos extraños,
alcobas inhabitables y pesadillas
insuperables son parte de ese caos de sensaciones tan piuranas. El antídoto
para todas ellas es la oración, la aspersión de agua bendita por todos los rincones
y oficios religiosos por las ánimas olvidadas.
Las
tumbas del soldado desconocido en la carretera a Morropón, la de “La turquita”,
una gitana fallecida de tránsito por Chulucanas. En Piura existe un altar, a
espaldas del Colegio San Miguel en la avenida Cushing, en memoria de Angélica
Flores Castillo, La Chabaquita. Una mujer víctima de la violencia de su
conviviente fallecida en 1948 con una legión numerosa de devotos agradecidos,
En Sullana, la peana de Juan de Dios,en el Canal Cieneguillo. Lugar concurrido
por conductores y comerciantes que colocan velas y flores.
El
1 de noviembre los feligreses recuerdan a los párvulos y ángeles. Los padres
del pequeño fallecido reparten miel y panecillos entre los niños de la edad del
ausente. El rito se cumple en el atrio de la iglesia. Ofrenda similar son los
tradicionales “angelitos”, coloridos dulces tradicionales elaborados con piña y
camote que se comparten en la fecha. El
día 2 dedicado a los difuntos la ofrenda propiciatoria son las tradicionales
roscas o panes de muerto en memorial de los adultos fallecidos.
Hasta
antes de la pandemia parte de esta viva tradición son las “velaciones” en la
que familias enteras concurrían a venerar a sus muertos acompañándolos a la luz
de velas o bombillos eléctricos. Las velas de cera ardiendo simbolizan el curso
de la vida. El esplendor y el ocaso. La existencia y la muerte. En las caletas
del litoral y villorrios se acostumbra en plenas velaciones compartir café de
olleta con galletas de agua y comida
preparada para la ocasión entre familiares y amigos. A todo ello se suman ramos
y coronas de flores, vivas o de satén, oraciones y responsos. En esta
festividad tradicional Piura entera se volcaba a los camposantos. En tiempos de
pandemia y por las restricciones sanitarias las familias se reúnen al calor del
hogar.
La
muerte es el final de la existencia.
Para el filósofo José Luis Aranguren (1909-1996) existe una muerte
apropiada que es constitutivamente parte de la vida. Pero también existe la
muerte indeseable e inesperada que te sorprende en los sinuosos meandros de la
existencia. La muerte es una preocupación, ocupación anterior, al cruzar la
última esquina de la existencia. Muerte absurda es la que no tiene sentido.
Desemboca en la pregunta radical de Sartre: ¿cuándo el hombre muere qué es lo
que muere? El hombre para las cosas o las cosas mueren para el hombre. La
muerte entendida como un hecho bruto que acaba conmigo y todas las
posibilidades de ser.
Advierte
Aranguren, citando a San Pablo: Ninguno muere para sí mismo, morimos para el
Señor. Dios nos tiene enteros, porque morimos ante Dios y hacia Dios, la muerte
tiene sentido. De ordinario vivimos disfrutando de la película de nuestra
existencia sin remitirnos nunca hacia el final. Vivimos eludiendo a la muerte
como posibilidad. Reprimimos el pensamiento final mediante el artificio de la
juventud eterna y los relativos progresos de la ciencia para la prolongación de
la existencia. En este extremo como diría Lorca en los romances de Antoñito el
Camborio: Acuérdate de la Virgen porque te vas a morir.
Existe
toda una parafernalia en torno a la muerte. Los muertos nunca salen por la
puerta principal de una clínica o establecimiento de salud. Siempre se les
retira por las puertas traseras. En Piura, por ejemplo, se suele despedir al muerto del que fue su hogar o de
los lugares en los que transcurrió su vida. Los cargadores del féretro realizan
tres solemnes venias. La despedida es
entendida como un adiós postrero para que ya no regrese. Nuestros abuelos en su
testamento indicaban su preferencia en la mortaja. La sarga y cordón de San
Francisco, la casulla mercedaria o el hábito carmelita. Hoy es una práctica
extendida el maquillaje y embellecimiento
del cadáver como si estuviera vivo. Existe un rito laboral entre peinadores y
maquilladores al iniciar su oficio el de utilizar por primera vez sus
herramientas en un cadáver NN porque
protege la menuda tarea personal en el gremio.
A
Epicuro se atribuye la frase que dice: “Yo y mi muerte somos incompatibles.
Cuando la muerte venga hacia mí, yo ya no estaré. Y mientras viva, la muerte no
está en mí”. Otra forma de eludir a la muerte tan extendida entre médicos es la
de fabricar mentiras piadosas al moribundo. A lo más se consigue aliviar los
dolores y evitar que el moribundo sea consciente de su inminente muerte. Otra
práctica perversa es la de atontar y adormecer al moribundo. El resultado es
una enajenación frente el final de la vida.
Nuestras abuelas eran conscientes de la preparación del moribundo para bien morir. Morir en casa rodeado de la familia con el oportuno auxilio espiritual para tranquilidad de quien parte. Una muerte cristiana digna confiada en la resurrección. El final del proceso fisiológico de la vida es un acto humano ineludible. La muerte no se puede entender si no es en función de la vida. Y como acto final es un retorno a las mismas fuentes de la vida.
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