Por: Miguel Godos Curay
La educación virtual tiene una enorme potencialidad transformadora cuando estudiantes y docentes compartan de manera recíproca la experiencia. No sólo se requiere de equipos adecuados, conectividad y recursos didácticos accesibles con softwares licenciados. Las aplicaciones gratuitas tienen un uso limitado y después de probada su eficacia y utilidad perturban con la persistencia de adquirir un servicio pagado. Gracias al confinamiento se aceleró el proceso de adquisición y desarrollo de destrezas para la óptima comunicación virtual pero aún no tenemos indicadores de su eficacia metodológica.
La pandemia un genuino cataclismo tiene impactos en las
políticas de salud y educación. Así al inicio de la crisis sanitaria se
prescribía a los contagiados azitromicina, cloroquina e ivermectina. Hoy se han proscrito como
detonantes de la letalidad de los casos. En educación se optó por la educación
no presencial tras el confinamiento dispuesto por el gobierno. Una respuesta
improvisada a la emergencia. Hasta el momento no se han evaluado los impactos y
la posibilidad de adopción de protocolos híbridos semipresenciales y online con
aulas virtuales a futuro. El experimento realizado, con todas sus limitaciones
no encaja propiamente con lo que debe ser la educación online.
A futuro se habla de una presencialidad discontinua
ante la eventualidad de nuevos confinamientos
hasta disponer de una vacuna para proteger a los docentes y a su entorno
familiar. En la formación virtual, aún no evaluada, resulta complicado evitar
las malas prácticas de los estudiantes arrastradas de laa formación presencial.
Algunos estudiantes encienden su ordenador y desaparecen, otros argumentan,
como suele suceder. “Mi conexión es mala” Justamente, cuando se evalúan los tareas.
La típica copia en las evaluaciones es un deporte que perfora el honesto
ejercicio intelectual.
Otro tema sensible es el sobresfuerzo de los docentes
para acceder a la bibliografía disponible. El tiempo en la preparación de
clases se ha duplicado por la dificultad para acceder a librerías y bibliotecas
virtuales sin costo. Hoy la mayor parte de los estudiantes no elabora apuntes y
si su equipo no cuenta con las aplicaciones requeridas la jornada es una
pérdida de tiempo. Los alumnos puntuales son una excepción. De los conectados
son pocos los aplicados al aprender. Los otros recurren a creativas
justificaciones de su ausencia. Enmudecen, nunca participan, aparecen en
pantalla, pero desaparecen en la realidad. ¿Qué aprenden? ¿Cómo aprenden?
¿Cuándo aprenden?
Las cargas lectivas corresponden a los tiempos
presenciales. En los casos observados la carga lectiva es extenuante. Las
prolongadas sesiones síncronas (presenciales) y las sesiones asíncronas con
material formativo abundante pueden ser nutritivas sí los contenidos se utilizan
adecuadamente. Cuando no operan en la bipolaridad ausencia-presencia. El stress
propio del confinamiento asumido como un encierro insoportable que estimula la
fatiga y el agotamiento.
En las tareas prevalece aún el “copia y pega” pocos
con buen criterio construyen su aprendizaje. Escasos son los lectores
informados interesados en los acontecimientos de su entorno próximo y lejano. Los que
emprenden de motu proprio una búsqueda de conocimiento son escasos. El tedio y
la ludopatía de las aplicaciones de juego capturan la atención como respuesta
al aburrimiento. La dopamina que libera la estimulación sensorial de los juegos
es adictiva y desmotiva el aprendizaje como búsqueda personal.
Mantener la atención es un desafío para los docentes.
La fatiga visual afecta a quienes
enseñan también a los que aprenden. Lo ojos enrojecidos el uso obligado de
lentes en niños y jóvenes son parte del problema aún no resuelto por el
Ministerio de Educación. Entregar equipos a los estudiantes no resuelve los
problemas sino obra un conexión eléctrica y conectividad óptima. En las
periferias urbanas con varios integrantes de la familia que demandan de los
equipos es una odisea el esfuerzo compartido.
A ello se suman horas sobre horas que obligan a
permanecer sentado al docente con la incertidumbre de desconocer si su
auditorio está presente o ausente. La virtualidad ha aniquilado la
presencialidad. Se ha perdido la posibilidad estimulante de leer los rostros y medir
la temperatura emocional de los aprendizajes. La experiencia compartida de ayer
es hoy un refugio de individualidad, cansancio y agotamiento al borde del
deterioro de la salud mental. A lo que se suma el gasto personal en
equipamiento y mejora de equipos con los magros recursos que paga el Estado por
la tarea docente.
Un docente de escuela o universidad pública recibe 600
soles ($166) al año por gratificaciones en julio y diciembre. Un beneficiario
de los bonos del gobierno recibe en dos meses 1,520 ($422). Es patente la
insensibilidad del Estado con la educación sin importarle finalmente los
resultados. Tampoco se tienen en cuenta los mayores consumos de energía eléctrica
y la mejor conectividad a Internet cubiertos por el docente desmotivado y con
mayores gastos. La entrega de equipos tampoco tiene la celeridad esperada. Las
promesas son aire y se van al aire.
Una evaluación de los resultados de la educación
virtual mostraría extremos sorprendentes. Entre el logro y el fracaso, la
disrupción de la educación presencial tiene un costo insuperable. En países
vecinos la depresión y el suicidio hacen estragos, las conductas violentas, el
rechazo compulsivo a las metodologías innovadoras y el autoengaño son parte de
ese consuelo de tontos que socava a la educación en el país. Innovación con
softwares piratas es un contrasentido de ese súbito salto digital obligados por
la pandemia. De una población escolar de casi 9 millones de estudiantes y un millón 300 mil de universitarios de los
cuáles se confirmó la deserción de 170 mil obligados a retornar a sus pueblos
de origen y empujados al subempleo por la subsistencia urge un diagnostico
inmediato de prioridades. Los estudiantes no sólo desertan de las universidades
públicas también de las privadas empujados por la crisis.
Los aproximadamente 20 mil docentes de universidades
públicas han quedado invisibilizados en la agenda del Estado. Problemas
similares enfrentan los 50 docentes de universidades privadas muchos despedidos intempestivamente frente al retiro de los alumnos. En economía, salud
y educación no se puede improvisar. La experiencia tiene que ser mejorada. Urge
una estrategia que obligue a los gestores de las políticas públicas a colocarse
en el lugar de los docentes y estudiantes del país, principio y fin, de la
inversión en educación. Decir sarcásticamente cuando llueve todos se mojan es
ocultar el huracán de legítimas demandas que se avecinan.
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