miércoles, 14 de octubre de 2020

LA DISRUPCION VIRTUAL EN PERÚ

 Por: Miguel Godos Curay

La educación virtual tiene una enorme potencialidad transformadora cuando estudiantes y docentes compartan de manera recíproca la experiencia. No sólo se requiere de equipos adecuados, conectividad y recursos didácticos accesibles con softwares licenciados. Las aplicaciones gratuitas tienen un uso limitado y después de probada su eficacia y utilidad perturban con la persistencia de adquirir un servicio pagado. Gracias al confinamiento se aceleró el proceso de adquisición y desarrollo de destrezas para la óptima comunicación virtual pero aún no tenemos indicadores de su eficacia metodológica.

La pandemia un genuino cataclismo tiene impactos en las políticas de salud y educación. Así al inicio de la crisis sanitaria se prescribía a los contagiados azitromicina, cloroquina  e ivermectina. Hoy se han proscrito como detonantes de la letalidad de los casos. En educación se optó por la educación no presencial tras el confinamiento dispuesto por el gobierno. Una respuesta improvisada a la emergencia. Hasta el momento no se han evaluado los impactos y la posibilidad de adopción de protocolos híbridos semipresenciales y online con aulas virtuales a futuro. El experimento realizado, con todas sus limitaciones no encaja propiamente con lo que debe ser la educación online.

A futuro se habla de una presencialidad discontinua ante la eventualidad de  nuevos confinamientos hasta disponer de una vacuna para proteger a los docentes y a su entorno familiar. En la formación virtual, aún no evaluada, resulta complicado evitar las malas prácticas de los estudiantes arrastradas de laa formación presencial. Algunos estudiantes encienden su ordenador y desaparecen, otros argumentan, como suele suceder. “Mi conexión es mala” Justamente, cuando se evalúan los tareas. La típica copia en las evaluaciones es un deporte que perfora el honesto ejercicio intelectual.

Otro tema sensible es el sobresfuerzo de los docentes para acceder a la bibliografía disponible. El tiempo en la preparación de clases se ha duplicado por la dificultad para acceder a librerías y bibliotecas virtuales sin costo. Hoy la mayor parte de los estudiantes no elabora apuntes y si su equipo no cuenta con las aplicaciones requeridas la jornada es una pérdida de tiempo. Los alumnos puntuales son una excepción. De los conectados son pocos los aplicados al aprender. Los otros recurren a creativas justificaciones de su ausencia. Enmudecen, nunca participan, aparecen en pantalla, pero desaparecen en la realidad. ¿Qué aprenden? ¿Cómo aprenden? ¿Cuándo aprenden?

Las cargas lectivas corresponden a los tiempos presenciales. En los casos observados la carga lectiva es extenuante. Las prolongadas sesiones síncronas (presenciales) y las sesiones asíncronas con material formativo abundante pueden ser nutritivas sí los contenidos se utilizan adecuadamente. Cuando no operan en la bipolaridad ausencia-presencia. El stress propio del confinamiento asumido como un encierro insoportable que estimula la fatiga y el agotamiento.

En las tareas prevalece aún el “copia y pega” pocos con buen criterio construyen su aprendizaje. Escasos son los lectores informados interesados en los acontecimientos  de su entorno próximo y lejano. Los que emprenden de motu proprio una búsqueda de conocimiento son escasos. El tedio y la ludopatía de las aplicaciones de juego capturan la atención como respuesta al aburrimiento. La dopamina que libera la estimulación sensorial de los juegos es adictiva y desmotiva el aprendizaje como búsqueda personal.

Mantener la atención es un desafío para los docentes. La fatiga visual afecta  a quienes enseñan también a los que aprenden. Lo ojos enrojecidos el uso obligado de lentes en niños y jóvenes son parte del problema aún no resuelto por el Ministerio de Educación. Entregar equipos a los estudiantes no resuelve los problemas sino obra un conexión eléctrica y conectividad óptima. En las periferias urbanas con varios integrantes de la familia que demandan de los equipos es una odisea el esfuerzo compartido.

A ello se suman horas sobre horas que obligan a permanecer sentado al docente con la incertidumbre de desconocer si su auditorio está presente o ausente. La virtualidad ha aniquilado la presencialidad. Se ha perdido la posibilidad estimulante de leer los rostros y medir la temperatura emocional de los aprendizajes. La experiencia compartida de ayer es hoy un refugio de individualidad, cansancio y agotamiento al borde del deterioro de la salud mental. A lo que se suma el gasto personal en equipamiento y mejora de equipos con los magros recursos que paga el Estado por la tarea docente.

Un docente de escuela o universidad pública recibe 600 soles ($166) al año por gratificaciones en julio y diciembre. Un beneficiario de los bonos del gobierno recibe en dos meses 1,520 ($422). Es patente la insensibilidad del Estado con la educación sin importarle finalmente los resultados. Tampoco se tienen en cuenta los mayores consumos de energía eléctrica y la mejor conectividad a Internet cubiertos por el docente desmotivado y con mayores gastos. La entrega de equipos tampoco tiene la celeridad esperada. Las promesas son aire y se van al aire.

Una evaluación de los resultados de la educación virtual mostraría extremos sorprendentes. Entre el logro y el fracaso, la disrupción de la educación presencial tiene un costo insuperable. En países vecinos la depresión y el suicidio hacen estragos, las conductas violentas, el rechazo compulsivo a las metodologías innovadoras y el autoengaño son parte de ese consuelo de tontos que socava a la educación en el país. Innovación con softwares piratas es un contrasentido de ese súbito salto digital obligados por la pandemia. De una población  escolar  de casi 9 millones de estudiantes y  un millón 300 mil de universitarios de los cuáles se confirmó la deserción de 170 mil obligados a retornar a sus pueblos de origen y empujados al subempleo por la subsistencia urge un diagnostico inmediato de prioridades. Los estudiantes no sólo desertan de las universidades públicas también de las privadas empujados por la crisis.

Los aproximadamente 20 mil docentes de universidades públicas han quedado invisibilizados en la agenda del Estado. Problemas similares enfrentan los 50 docentes de universidades privadas  muchos despedidos  intempestivamente frente  al retiro de los alumnos. En economía, salud y educación no se puede improvisar. La experiencia tiene que ser mejorada. Urge una estrategia que obligue a los gestores de las políticas públicas a colocarse en el lugar de los docentes y estudiantes del país, principio y fin, de la inversión en educación. Decir sarcásticamente cuando llueve todos se mojan es ocultar el huracán de legítimas demandas que se avecinan.

 

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