Por: Miguel Godos Curay
El
afecto a mamá no es contagio. Nunca lo fue ni lo será. La ternura de mamá es
reencuentro con la vida y mirada de asombro frente a su hijo. Es cariño a
borbotones. Nada tiene que ver con las peroratas ministeriales y los trucos
publicitarios para vender más. En tiempos de pandemia se concentra el amor de
mamá en cada oración, en cada gesto humano noble, en el compartir el bocado
humilde y en el derribar esa soledad que tanto lacera con desolación a los
abuelos. Su oración mental por los presentes y los ausentes toca con sus dedos
las inmensidades de Dios. Los recuerdos pueblan cada instante por el que se
desliza su memoria y su alegría. Cuando puede, indaga por todos, porque las
canas y el tiempo dan forma a sus recuerdos. Otras ocasiones llora porque me
cayó una pajita en el ojo. Hoy sigue la misa por Internet así son los caprichos
de la modernidad pero ganas no le faltan de acudir a la Iglesia.
Ella
se contenta hilando recuerdos en la rueca de sus sueños. Se inventa tareas para
no perder el tiempo. Y le preocupan, porque aprendió economía en la vida, los
precios del mercado. Su coraje humano no le teme a los virus. No son acaso más
letales los que arrebatan el pan a los pobres y los que se enriquecen con el
dolor ajeno. Las sanguijuelas son una especie abundante. Unos sanan otros
enferman. Unos aman la vida otros son aliados de la muerte. Una legión de
madres y abuelas sostiene al Perú. Ellas proveen alimentos, cuidan a los
enfermos y alivian las tristezas de los que están solos. Madres y abuelas son la
esperanza del Perú. Son los cimientos de
esta gran nación.
No
nos vengan los señores ministros con sus fórmulas inoportunas, sus
imprevisiones de ayer son el dolor de hoy. La salud en el Perú es aún una tarea
pendiente de los políticos gobernantes. En los momentos más duros de la
pandemia la elemental dignidad de los pacientes agónicos se va por el sumidero.
Así de cruda es la historia, voltean el colchón y al carrusel de la muerte no
hay quien lo pare. Los sepultureros saben que la contabilidad mortuoria expande
los bolsillos. Una madre llora en la puerta de un hospital. Vive en carne
propia el dolor de la carencia. La vida tiene un precio enorme y se nos va como
agua entre los dedos.
Así
están estas viejas amorosas inmunizadas contra la indiferencia. Ignoradas por
los candidatos y excluidas por el gobierno. Ellas sostienen su fe en Dios. Hoy
creer en el gobierno es una blasfemia. Un confiar en el festín inmundo de
quienes ignoran el bien común. Esas madres ocultan sus dolores para dar
fortaleza a sus hijos. Su vocación humana es la sustancia del Perú esencial aún
en pie. Con ingenio inventan platos nutritivos y zurcen los trapos viejos para
devolverlos a la utilidad cotidiana. Se solazan con los felinos con los que a
menudo conversan sobre lo que no dicen los periódicos. Rezan a solas en el
rincón más solitario del hogar.
De
sus menudos ahorros compra el pan y de lo que quedó de la merienda surge un
potaje misterioso lleno de delicias. Como a pesar de los años aprendió a leer. Busca
en los libros solitarios un viejo texto que le fascinó antaño. O encuentra
entre las páginas algún recorte con alguna receta provocadora. Con ese portento
silencioso trae un plátano y un pan en medio de la tarde, una naranja, una lima
o una perfumada guayaba que compró a la caserita que siempre la visita. Mi
abuela se inventa tareas todos los días. A todos nos sorprende con su sutileza
para los antojos: mazapanes, alfajores y arepas. Mientras sus manos sarmentosas
amasan el fermento, las delicias van tomando cuerpo.
La
vida es la continuidad familiar. Es la historia del tronco común que sostiene
las ramas frondosas donde se renuevan las familias. Abuelos, nietos, hijos,
sobrinos, tíos, primos, parientes y cercanos. La familia reunida siempre fue
una fiesta congregada en el buen comer, el buen beber y el buen bailar. Bodas y
bautizos, cumpleaños y logros familiares para celebrar eran el gran motivo de
la reunión obligatoria. Otras ocasiones, como ayer, el punto de encuentro era
la muerte de uno de los integrantes de la tribu. Siendo la muerte ausencia y
dolor, la presencia era el reencuentro con el vínculo familiar. En el dolor no
estábamos solos.
La
abuela, la madre vieja presidiendo con autoridad la mesa familiar, disponiendo
la distribución de los potajes y sacando a lucir sus manteles bordados parte de
la tradición familiar. Todos comen por igual y la abuela siempre avisada delos
olvidos perentorios guarda en su plato la porción de carne saca de apuro al que
llegó tarde, un invitado inesperado un amigo de la familia. Siempre fue así la
abuela para distribuir en ocasiones especiales el pastel de fuente, los tamales,
la mazamorrita. Las delicias preservadas el premio mayor de la culinaria
peruana.
En
el día de las madres se lucía con su
enorme flor blanca en el lado del corazón. Y para que puedan comer las madres
jóvenes se encargaba de los críos. Todo respondía a esa sutil lógica de la
familia en la que nada se guarda y con espontaneidad se celebraba ese
reencuentro con la mama vieja aguardando la llamada de los hijos lejanos y ella
sin poder disimular sus afectos repartía bendiciones a los confines de la
tierra. El moderno celular acerca a los ausentes, hace legibles los mensajes y
acorta las distancias. Después no fomenta el web-veo. El webeo conjugado en
todos los tiempos.
La
madre es el soporte de las familias. Es la perennidad patente y el cariño
envolvente. Es una caricia y una sonrisa. Una fotografía en la que se detienen
los momentos. En el misal de la abuela
recadero de los mensajes a mano de los nietos y los conserva como ese vivo
testimonio de la familia y la heredad. Ahí estamos en el álbum de la abuela:
niños, jóvenes y ya adultos en alguna ocasión para la posteridad. Aún la
recuerdo. Se hizo abuela por querernos y cuidarnos, por velar nuestro sueño se
llamaba Rosa, la tía Rosa con su cabellera de plata sus uñas cuidadas para la
costura menuda. ¿Cuántas veces zurció mis medias de hilo? ¿Cuántas veces cosió
mi uniforme colegial y leyó mis primeros escritos de mi nombre?
Aún
la recuerdo al momento de su partida me quedé a su lado y empezó a transpirar
mientras cerraba los ojos. Se fue como un ángel al que rezaba en voz alta el
padre nuestro. Aún sueño con ella, aún siento sus caricias en mi cabeza y caer
la tibia colcha sobre mis espaldas. Es una mamá que está cerca. No habita en el
rincón de la soledad sino ahí en dónde
escribo y me mira, no la siento lejos, me habla en sueños con la misma
ternura de la infancia. Ella es un símbolo inextinguible de mamá. En este día
silencioso mi gratitud, ese cerrar los ojos para reencontrarnos con su
recuerdo. Nuestro homenaje a todas las madres del Perú que con su silencio
inundan de amor nuestros corazones. ¡Gracias mamá¡