Por: Miguel Godos Curay
Uno
de los imborrables recuerdos con mi padre era el acompañarlo a la marcha y
romería al Cementerio de Paita cada 1º de mayo. Él, sindicalista de memorables
jornadas disfrutaba contento escuchando los discursos, los vivas y portando
como estandartes las pancartas obreras. No faltaban las menciones a Luciano
Castillo fundador del Partido Socialista y luchador infatigable en las
memorables gestas petroleras en Talara para la conquista de las ocho horas de
trabajo. El cortejo numeroso recorría las calles y callejones de Paita con sus
distintivos sindicales y banderas rojiblancas. Con gritos a viva voz y
lemas ardorosos celebraban el 1º de mayo. Se colocaban ofrendas florales a los
compañeros fallecidos en los percances portuarios y en las plantas industriales
de productos del mar. Pronunciaban sus discursos conmemorativos los secretarios
generales. Se sumaban los maestros, contingentes obreros, delegaciones campesinas
del Bajo Chira.
El
1º de mayo era una fiesta cívica. Un compartir necesario, una celebración
gozosa, una reafirmación y compromiso porque las grandes causas no perecen por
el miedo. Mi padre fue un obrero de un talante humano extraordinario siempre
puso en mis manos libros y periódicos los compraba de mañanita y los colocaba
cerca a mi cama para que los pudiera ver y leer. Junto a los diarios el pan y
tostadas calientes. Siempre lleno de historias y consejos escuchaba en su radio
Saba y moviendo el dial: Radio Nacional del Perú, Radio Caracol de Colombia, La
voz de los Andes de Ecuador y Radio Habana Cuba territorio libre en América. La
prédica inflamada de Fidel siempre sonora y desafiante tenía su propia audiencia.
El humor continental de los Chaparrines de Colombia. Las emisiones en inglés de
la BBC y Radio Nederland en Holanda nos acercaban al mundo con inaudita
curiosidad.
Era
otro tiempo y momento para la letra escrita e impresa frente a la voz, la
palabra sonora y la música de la radio. En aquellos tiempos se hablaba de la
televisión como si las imágenes de las salas de cine se hubieran llevado a
casa. Los receptores de antena llegaron
más tarde. El cine tenía su encanto propio en blanco negro y color. Conocías el
mundo a fuer de ir puntualmente cada semana a los cines de la calle Junín: Fox y Grau
con estructuras de madera y tufillo de rincón de fumadores. Los espectadores
aplaudían “al joven” cuando rescataba a “la muchacha”. Ríos de lágrimas se
desbordaban con esa madre y abuela amorosa caracterizada por la inolvidable
actriz mexicana doña Sara García. El humor exultante de Mario Moreno Cantinflas
en las películas era para destornillarse de risa. Tenía siete años cuando fui
por primera vez al cine de manos de mi abuelo. Tengo el recuerdo fresco de hace
61 años de esta experiencia iluminada. Paita de entonces era cinéfilo. Las
noches eran propicias para espectar una buena película o disfrutar de las lacrimógenas
seriales mexicanas los concurridos “martes
social”. Las butacas y las galerías eran de dura madera de cedro. Los
concurrentes no se movían en la sala. Y su lugar era un rincón respetado
conforme al aforo.
Los
videos de hoy no tienen la magnificencia del cine de ayer. La película se proyectaba en cinematógrafos
con reflectores de carbón. La nitidez era irrepetible. En blanco y negro o en
color. Los pájaros de Hitchcock era una película para verla en blanco y negro.
El largometraje de Fleming: Lo que el viento se llevó, sobre la guerra civil
americana deslumbraba en color por sus paisajes desolados y escenas desgarradores, escenario de los romances de
Scarlett O'Hara. Entonces había que pertrecharse de una bolsa con milanes y
pasteles de la Pandería de Cruz siempre sabrosos para las treguas en el umbral de la sala y
mantenerse despiertos.
El
cine era una portentosa magia porteña. Le daba vida a Paita y lo convertía en
una pequeña urbe con entretenimientos democráticos y colectivos. Las plateas
para los que tenían billete y cuello estirado. Las populares galerías de la
cazuela brindaban una mejor visión al populacho sin que las cabezas vecinas impidieran
disfrutar del espectáculo y las ocurrencias celebradas a boca de jarro de la
película. Por supuesto, no faltaban al inicio de la película las viñetas anunciando desde bicicletas Monark en la
tienda de Orozco y productos de consumo masivo.
Elaboradas
artesanalmente sobre vidrios coloridos son parte de esta historia. Después
venían los reclames, anticipos de las películas de próxima exhibición. No
faltaban los cortometrajes de El mundo al instante con noticias de Europa y
América. Hasta que por fin empezaba la película. Las hazañas se aplaudían y las
escenas de amor conmovían al público hasta las lágrimas. Todos los films
pasaban por la censura que tijereteaba
escenas eróticas o diálogos ásperos contra la iglesia. Las escenas de
calatas nunca aparecían. En la Junta Calificadora de películas, dependiente del
Ministerio de Justicia y Culto, a decir de los expertos, repleta de curas y
moralistas.
El
cine de entonces era el mejor entretenimiento. Hoy han desaparecido las salas
espaciosas para dar paso a ferias comerciales. El cine Teatro Grau fue
consumido por las llamas en un siniestro en el que las maderas rociadas con
petróleo para su conservación fueron pasto del fuego. El cine de ayer está en
el último suspiro. Las películas que espectamos hoy no son de celuloide, caben
en una diminuta memoria digital. Ya no hay motonetas cargando rollos de sala en
sala. Sin embargo, pese a los adelantos tecnológicos la calidad no es la misma
a no ser que la sala cuente con proyectores de buena iluminación y resolución.
El
cine que nos abrió los ojos a esa magia maravillosa que mostraba la cuadriga
del corcel de Espartaco o el prodigio del mar abierto en los Diez Mandamientos
ya no existe. Los Transformers de la era virtual han recorrido hasta Machu
Pichu. Las aventuras del cine de hoy, con contadas excepciones, son menús
degeneradamente sangrientos o perversidades ocultas de todo tipo. La
pornografía sutil lo invade todo, la violencia adquiere dimensiones
inimaginables. Ya no es posible contemplar el mundo sino las desnudas desgracias
terrenales. Hoy nos hace falta el grito de Tarzán rey de los Monos encaramado
en las lianas de la selva o el rugido del león de la Metro Goldwyn Mayer para que nos despierte en este mundo despojado
de imaginación.
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